“Cuaderno de ruta”, de Francisco Javier Guerrero Cano

24/04/2014

Joaquín Pérez Azaústre.

“Puedo escribir los versos más vivos esta triste noche”, escribe Francisco Javier Guerrero Cano, en uno de los homenajes más hondos y reconocibles de este Cuaderno de viaje, y es verdad. Puede escribirlos y los escribe, a lo largo de una cartografía sentimental que es un descubrimiento de la propia escritura. Entre Budapest y Praga, el río y la memoria, un Danubio oscuro que bascula también entre los polos de su autor, como un péndulo acuoso que sólo se desvela en la otredad. ¿Somos lo visible o su contrario, la explicación agónica del mundo o una melancolía como fino equipaje?

He tenido la suerte de ir conociendo la poesía de Francisco Javier Guerrero Cano desde hace más de diez años: de forma intermitente, siempre a través del correo electrónico, sin que haya mediado, incluso, un encuentro personal. Nuestra relación se parece más a una interminable amistad epistolar, muy fiel pero con grandes pausas, que reaparece siempre en el confín de tiempo más reciente para traerme no sólo una nueva carta de Francisco y su poesía más última, sino también el recuerdo de quien yo era en nuestro último contacto, seguramente no hace demasiados años, pero sí los bastantes como para tener en cuenta la distancia que también me separa de mí mismo, del yo mismo que fui mientras leía aquellos poemas. Precisamente aquí radica gran parte de la dimensión semántica de este Cuaderno de viaje que ahora abandona su espiral de escritura perpetua, con apariciones electrónicas, para volcarse felizmente en el papel: en la capacidad para vernos, para recocernos, tal como hemos sido y como somos, como nos vimos antes y también como nos miró el propio devenir del río, nombrado y perfilado en el Danubio, que siempre nos devuelve una imagen difusa del recuerdo.

Escribe Francisco Javier Guerrero Cano, en uno de los poemas fundamentales para entender el nervio de este libro: “Fue tan hermoso ese lugar / porque al extender los brazos en cruz / pude tocar las paredes a mis lados. / Y hoy cuando miro esa fotografía /

me parece que la sostengo yo desde dentro”. Escribir no sólo es situarse, encontrar un espacio y su acomodo, ese poder “tocar las paredes a mis lados”, sino también recordar, más adelante, que el posicionamiento fue posible, para poder mirarlo “desde dentro”, para entender que la propia escritura dar la vuelta también a lo tangible, la superficie más sonora de las cosas, para también poder sostenerla “desde dentro”, y mirar “desde dentro”, habitando también esa fotografía del poema que ahora es vida interior más allá de la imagen. No es, la de Francisco Javier Guerrero Cano, una poesía de la imagen, aunque cuando aparece lo hace con justeza y precisión, sino más bien una especie de indagación reflexiva sobre el propio acto de escribir, que es una extrañeza de vivir.

Ciudades como libros y libros como puños, homenajes velados, citas interrumpidas, poesía existencial. Algo de la vieja mirada continental imaginada en la bruma de las conversaciones, sobre el mármol ajado de los cafés magníficos, tiene este Cuaderno de ruta tan centroeuropeo como extraño, perturbador y lúcido. A Francisco Javier Guerrero Cano, con una estética consciente de sus propios vaivenes, no le preocupa tanto la dicción de los versos como la perfección de una ansiedad minimalista a veces, entrecortada y rítmica, furiosa, evocadora siempre y sensorial, geológica también, de un paisaje turbio como radiografía de una escritura original y auténtica.

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