Belleza académica para combatir el ‘spleen’

13/02/2015

Miguel Ángel Valero. La Fundación Mapfre expone en “El Canto del Cisne” las grandes obras del Salón de París.

La huida al pasado es siempre una tentación cuando avecinan cambios, especialmente cuando éstos son tan radicales que puede hablarse de revolución. El arte no es ajeno a esa característica del ser humano. Y una magnífica prueba de ello es “El Canto del Cisne”, una original propuesta de la Fundación Mapfre (hasta el 3 de mayo en la Sala Recoletos, Paseo Recoletos, 23, Madrid).

Allí se exponen las pinturas académicas del Salón de París en la segunda mitad del siglo XIX. La última heredera de la tradición basada en el ideal de belleza formulado en la escultura de la Grecia clásica. Pero también una de las páginas más brillantes de la Historia del Arte.

4 Venus2Porque son obras académicas, clásicas, pero también buscan, por distintos caminos, modernizar la tradición. El “Nacimiento de Venus” (1863) de Alexandre Cabanel ilustra mejor que cien palabras ese esfuerzo. Las transformaciones políticas, económicas y sociales que se están viviendo en el siglo XIX, y la desmitificación de la Antigüedad clásica gracias al desarrollo de la arqueología, habían contribuido al agotamiento de las fórmulas estéticas del neoclasicismo.

El Salón de París, el academicismo, es un intento de adaptar esos principios de belleza eterna y universal a una sociedad en permanente cambio que ha descubierto el placer de la volatilidad del gusto y de la moda.

Ese intento es una reacción a los cambios, al miedo y al malestar que suscitan la modernidad, el positivismo, la industrialización, ese mundo desconcertante que va librándose de las grandes convicciones de la tradición, antes consideradas inamovibles y ahora vistas como un lastre. En definitiva, para combatir ese ‘spleen’ tan bien descrito por Baudelaire.

15Hay que enmarcar ahí esa huida al pasado, ese refugio en lo exótico, en lo lejano, con ese auge (en ocasiones, entre pintoresco y ridículo) del orientalismo. Aquí destaca el impresionante “Peregrinos yendo a La Meca” (1861), de Léon Belly.

Tampoco se puede escribir que los academicistas del Salón de París negaran la modernidad. Es más justo interpretar sus obras como una contribución a esa transición desde un modelo perfecto, armónico y estable, la tradición clásica reivindicada por la Academia, a otro volátil, inestable, convulso, violento, delirante. El arte no hace más que reflejar la progresiva desaparición de un mundo y de una sociedad, que se confirmará con la Primera Guerra Mundial.

Ese esfuerzo del Salón de París, y de otros artistas, es recompensado de alguna manera con su influencia en la pintura durante todo el siglo XX y que permanece también ahora, en los primeros pasos del siglo XXI.

Las grandes cuestiones de la tradición

“El Canto del Cisne” muestra las grandes cuestiones de la tradición, en un acertadísimo diálogo entre los diferentes autores, las ambivalencias y los encuentros de sus diferentes propuestas. La exposición, más de 80 obras del Musée d’Orsay, cuenta con Côme Fabre como comisario, y está organizada como un viaje en 11 etapas.

La primera es la Antigüedad, cómo sobrevive gracias a una interpretación más libre y crítica de la tradición, siempre dentro de la ortodoxia academicista. La segunda es la recuperación del desnudo, el gran recurso porque refleja el ideal de belleza, el concepto del cuerpo como medida de todas las cosas.

8El tercer escenario es la pasión por la Historia, con “Campaña de Francia, 1814” de Ernest Meissonier como la propuesta más innovadora, alejándose de las escenas de carácter heroico y moralizante. Es también y sobre todo una historia de las pasiones, como muestra “La muerte de Francesca de Rímini y de Paolo Malatesta” (1870), de Cabanel.

El indiscreto encanto de la burguesía, que busca en el arte un mecanismo para presumir de su prestigio social; la reinvención de la pintura religiosa; el ya mencionado orientalismo, que oscila entre el harén mitificado y la cruda realidad del desierto; el gusto por el paisaje, cada vez más teñido de nostalgia y de ensoñación, son otros caminos.

El mito, que en el fondo es la aspiración a la eternidad consustancial a todo ser humano; el afán por protagonizar la decoración urbana, en un franco diálogo con la escultura y la arquitectura; la superación de la pintura clásica por otra capaz de transmitir ideas y sueños y de competir con la fotografía y el naciente cinematógrafo, empujan hacia la última etapa de este viaje: la nueva mirada del arte, retratada en “Las oréades” (1902) de William Bouguereau.

 

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