Pablo Iglesias en NY

20/02/2015

Joaquín Pérez Azaústre.

Pablo Iglesias puede gustarnos más o menos, uno puede captar ese hilo cortante de soberbia mal disimulada y ya admitida por su protagonista, rendirse ante su verbo proyectado como un aliento de los trabajadores o nivelarse en la desconfianza ante su propio eje postural, casi siempre encorvado, con los brazos nerviosos, como si le faltara esa natural confianza en sí mismo que encuentra en la sonrisa mucho más recurrente que real. Seguramente, como casi todo el mundo, he visto ya una cincuentena de vídeos de Pablo Iglesias, contando programas enteros con otros participantes; pero, a diferencia de casi todo el mundo, el primero de ellos lo vi en Madrid, en directo, la primera vez que participaba en un programa de ámbito nacional. Le presentaron como un profesor de Ciencias Políticas y ya entonces me admiró la ductilidad de su discurso, su preferencia por la argumentación basada en datos bastante precisos y el discurso esgrimido del empoderamiento de la gente. Luego, como todo, como todos, me ha ido gustando más y menos, me ha ido convenciendo más y menos, porque entonces, mucho antes de la creación de Podemos, cuando nadie imaginaba lo que podría suceder y la Puerta del Sol todavía era ese manto brioso de un sol breve, con la sombra alargada de los campamentos del Kilómetro Cero, Pablo Iglesias era lo que seguramente, en parte, sigue siendo: un intelectual de la política que reivindicaba los derechos fundamentales y las libertades públicas en un tiempo de abuso, con los ciudadanos abandonados a múltiples desalojos, mientras los partidos de izquierda habían perdido el pulso con la realidad.

Luego, cuando el partido sorprendió en las elecciones europeas, comenzó la mayor campaña de descrédito sobre una formación que se haya visto en nuestra democracia, sólo superada por la operación orquestada contra el PSOE de Felipe González antes de los comicios de 1993. No es que les miraran con lupa, que también, sino que se aplican criterios microscópicos sobre un partido que no ha gobernado nunca, y que, sin embargo, en ningún caso se han aplicado al resto. Luego, más allá de los escándalos de Errejón y Monedero –que dan para otro artículo, y han erosionado enormemente a Podemos, sobre todo el segundo-, estaba la espiral, viral, de falsedades.

La más alucinante de todas, porque puede ser comprobada en directo, tiene que ver con el reciente viaje de Pablo Iglesias a Nueva York para presentar allí a Podemos. Leo en varios medios digitales que un estudiante le preguntó por ETA, por Venezuela y por su sueldo, y que “perdió los papeles, con el gesto desencajado, contestando de muy malos modos” mientras el inquisidor “estudiante era desalojado”. Conclusión: eso es lo que este individuo cree en la libertad de prensa, se puede leer no subliminalmente, sino explícitamente. Pues bien, en uno de estos medios viene, también, el vídeo de Pablo Iglesias. Ni corto ni perezoso, he pulsado el Play: efectivamente, le preguntan por ETA, por Venezuela y por su sueldo. Pero ni pierde los papeles, ni se le descompone el gesto, ni habla con malos modos, ni nadie expulsa al interviniente. Lo alucinante es la convivencia del texto de la noticia –no exagerado, sino absolutamente falso- con el vídeo que la muestra. Se puede comprobar en Internet, con la pequeña dificultad de que Iglesias habla en un inglés bastante comprensible. Su tono es firme, pero muy reposado.

No digo que Pablo Iglesias no pueda perder los papeles, desencajar el gesto y contestar con malos modos, o todavía peor. Pero me fascina, más que indignarme, esta impunidad de la mentira reconvertida en norma si se aplica a Podemos, y la facilidad con que algunos parecen querer creerla, sin molestarse en la comprobación. Más allá del caso Monedero, mientras persista esta manipulación disparatada, casi estrafalaria, se nos seguirá hurtando un debate verdaderamente hondo sobre este fenómeno político, que ya ha transformado nuestra escena colectiva, ocupando el discurso de todos sus actores.

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