Y el debate lo ganó Voldemort

25/02/2015

Carmela Díaz.

Hay acontecimientos que pese a lo reiterado de sus celebraciones y lo previsible de sus desenlaces atesoran retazos de pura magia en sus previos. Como la liturgia que lleva a cabo un matador de toros ante una tarde de alternativa en Las Ventas. O los agitados prolegómenos de una final de Champion. O los retoques frente al espejo -acompasados por los acordes de música de jazz de fondo- que preceden a una ansiada cita.

rajoAl Debate sobre el Estado de la Nación casi le ocurre lo mismo. Casi. Conoces de antemano que tras la parafernalia institucional no hay más que la consabida pantomima partidista, que el anuncio de medidas será escaso y la cháchara florida, pero cuando te vas acercando al Congreso para presenciarlo, te envuelve un no sé qué que qué se yo inevitable. Las aparatosas medidas de seguridad que rodean la carrera de San Jerónimo y aledaños, las regias lecheras escoltando el panorama, las ocurrentes apuestas de los profesionales de la información sobre las futuribles conclusiones de la jornada, los saludos mayestáticos y las palmaditas en la espalda de los adversarios de bancada en un alarde desmesurado de farisaico fair play, el repiqueo de los clics y el centelleo de los flashes en el patio que antecede el edificio del hemiciclo, la jarana de pasillo, las eternas -y soporíferas- intervenciones de los líderes políticos… Pese a tantos dislates acudes presto año tras año. Ejemplo palpable de que quizá el sadomasoquismo imperante no sea una tendencia tan actual. Más todavía cuando resultaba obvio que el Debate sobre el Estado de la Nación de 2015 estaba marcado a fuego por dos hitos primordiales antes incluso de ser parido: constituye la palanca electoral para la sucesión de citas en las urnas que se avecinan y cuenta con el morbo añadido de si pasará a la Historia como el último Debate de nuestros días con hegemonía bipartidista.

Porque la escaleta de los fastos y las interpretaciones de los protagonistas ya los presuponíamos antes de acercarnos siquiera al Palacio de las Cortes, el sagrado lugar que acoge la soberanía popular. O debería. Un Rajoy eludiendo lo incómodo y machacando a Sánchez sin piedad ni mesura  (a veces el Presidente del Gobierno olvida que ya no es el jefe de la Oposición) y sacando pecho por haber dado la vuelta a la situación económica -de estar al borde del rescate a liderar el crecimiento en Europa- y un jefe de la Oposición haciendo lo que puede llamándose Pedro Sánchez. Lo de bajar al Presidente a la realidad terrenal y a la descorazonadora situación de los hogares españoles era casi secundario en este Debate para el líder del PSOE: un hombretón con planta de gigante que se desfonda cual pigmeo antes siquiera de vislumbrar la meta. Y que podría  pasar a los anales como Pedro el Apaleado por todo quisqui de filas propias y ajenas.

Tras las obligadas homilías de rigor de cara a la galería, se abrió la veda del consabido “y tú más” sin perder de vista la diabólica novedad de esta legislatura: ambos oradores se tiraron veladamente a la cabeza a Pablo Iglesias como si de Lord Voldemort se tratase. Por innombrable y maligno. Aquel que no debe ser nombrado -título compartido con el tesorero cabrón– se encumbra a estas alturas como vencedor honorífico del Debate. ¿La gran pesadilla ya pasó o comienza ahora, señor Rajoy?

Carmela Díaz

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