Más penas por ser pobres

27/03/2015

Luis Díez.

La mayoría absoluta del PP ratificó el jueves, 26 de marzo, dos leyes ideológicas tan dañinas como innecesarias. Por 181 votos frente a 138 y 2 abstenciones de toda la oposición, el PP aprobó el nuevo Código Penal que reimplanta la cadena perpetua con el eufemismo de «prisión permanente revisable» y endurece las penas de casi todos los delitos. La cadena perpetua fue eliminada por el dictador de Alfonso XIII, el general Miguel Primo de Rivera, en los años veinte del siglo pasado, lo que llevó a uno de los diputados más brillantes de la oposición de izquierda como es Gaspar Llamazares, a situar al partido gubernamental a la derecha de la «dictablanda». Aunque luego fue reimplantada y aplicada con profusion por el siguiente dictador que padeció el pueblo español, nunca en el periodo democrático un partido político se había atrevido a aprobar en solitario y sin consenso el reverso en negro de la Constitución, que eso y no otra cosa es el catálogo punible.

La reforma penal promovida por el exministro Alberto Ruiz Gallardón (el tipo que arruinó la ciudad de Madrid con su grandeur mal entendida y su granítico rostro) obedece a un «populismo penal», según toda la oposición, enraizado en el principio de una dureza y una firmeza consustancial a la derecha en el imaginario colectivo. Los alevosos crímenes y violaciones clamaban venganza y la mayoría absoluta del PP la ha satisfecho con la abutada reforma del Código Penal consensuado en 1995. ¿Era necesario introducir la cadena perpetua cuando los jueces pueden imponer penas de reclusión de hasta 40 años? La respuesta de la oposición es que no.

El principio del «ahí te pudras» (en la cárcel) se ha establecido con una dureza sin parangón en los países de nuestro entorno que tienen la cadena perpetua revisable en sus códigos, pues mientras Alemania, Francia e Italia establecen la primera revisión de la condena al cabo de 15 años  de reclusión, aquí se ha fijado a los 25 años. La oportunidad de la medida merece una reseña, pues no se implantó cuando la banda terrorista ETA asesinaba hasta cien personas por año y, aunque los españoles no estamos exentos de sufrir el terrorismo, se establece ahora, un lustro después de que los terroristas depusieran las armas. Por cierto que la principal contribución del PP de Mariano Rajoy y su antecesor José María Aznar al final del terrorismo consistió en encabezar manifestaciones de víctimas contra el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, al que acusaron de «traicionar a los muertos».

No se podrá acusar al PSOE de deslealtad en la prevención y la lucha contra el terrorismo, ya que ha burlado, aunque sea coyunturalmente, los principios generales de preservación de los derechos humanos y de rechazo a la cadena perpetua al admitir los planteamientos del PP bajo el denominado “pacto antiyihadismo” al calor de los atentados de París contra el semanario Charlie Hebdod y la policía francesa. En realidad el PP y el PSOE se limitaron a un  paripé propagandístico, con Mariano Rajoy y Pedro Sánchez de protagonistas de un acuerdo que textualmente recogía las enmiendas del PP al Código Penal, incluida la reclusión de por vida para los autores de crímenes terroristas.

Aparte la contradicción de fijar los delitos contra los menores –por supuesto, la violación– hasta la edad de 16 años, cuando el Código Civil permite casarse a los 14, y de los descarados preceptos a favor de los adinerados, el nuevo Código Penal se complementa con la nueva ley orgánica de Seguridad Ciudadana o ley mordaza. En ella recogen las faltas, suprimidas en el Código Penal, y las convierten en infracciones administrativas punibles por el Gobierno y solo recurribles judicialmente previo pago de las sanciones y de las elevadas tasas de la jurisdicción contenciosa. Con esta normativa ocurre, por ejemplo, que una falta leve con resultado de muerte, como un accidente de tráfico, se sustrae a la jurisdicción penal y si el damnificado no está de acuerdo con la compensación de las aseguradoras, tendrá que pagar hasta el 50% del importe del daño que reclame para pedir justicia, es decir, un veredicto judicial.

Más allá de esa descarada inclinación económica a favor del capital y en detrimento de las personas, la ley mordaza se fundamenta en el concepto de “orden público” y “tranquilidad ciudadana” para castigar administrativamente las protestas contra las injusticias y los abusos del poder económico y político. Los escraches fueron la señal de alerta. La indignación de algunos políticos porque las denuncias judiciales, incluida una de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, fueran desestimadas por los jueces, dando prevalencia a la libertad de reunión y expresión, sentaron las bases de la nueva regulación represiva. Con la ley mordaza se quita a los jueces la competencia en materia de seguridad ciudadana y se otorga al Ejecutivo la facultad de juzgar y sancionar a los autores de las protestas contra las políticas del propio Ejecutivo.
En esta dinámica, el legislador, el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz en este caso, se ha esmerado en la protección de su brazo armado, la Policía y la Guardia Civil en primer lugar, de modo que la información y la transmisión y difusión de las intervenciones represivas de las fuerzas de seguridad serán objeto de sanción antes y por encima del derecho a la información consagrado en el artículo 20 de la Constitución. La tabla de multas, con intención intimidatoria, y la conversión en “agentes de la autoridad” de los vigilantes privados para preservar el “orden público”, han sido redactadas directamente contra los sindicatos y las organizaciones sociales y superan la eutrapélica expresión fraguista de «la calle es mía» para crear nuevos problemas en las empresas ante situaciones de huelga. Luego ya, el Gobierno ha aprovechado la tramitación senatorial para poder expulsar «en caliente» a los inmigrantes que salten las vallas de Ceuta y Melilla sin escucharles siquiera.

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