Durante una campaña un paisano no tenía rubor en explicar el sentido de su voto. “Yo voto a quien me diga mi señor y además estoy muy interesado en que él lo sepa. Es una inversión, ya me lo cobraré”. Evidentemente el señor en cuestión se beneficiaba escandalosamente de su cargo y para mantenerlo repartía migajas. Uno de estos “señores” me explicaba que en el mundo rural muchas personas se les hacía una montaña recibir una carta de la administración. Si un vecino me viene con una multa se la cojo y le digo que ya se lo resuelvo. Voy y la pago, pero he ganado un voto”. Es un ejemplo.

Estamos en la recta final de una campaña que no es más que una precampaña. Las encuestas que se hacen públicas –mientras se han podido publicar- parecen más a una porra que a un estudio demoscópico serio convirtiéndose en un arma electoral más para influir en el electorado. En cambio hay otras encuestas –las internas que hacen los partidos que se las pueden permitir- que clavan los resultados y sirven a los equipos de campaña para corregir sus puntos débiles, pero el acceso a ellas es más que restringido por que como decía un entrenador de fútbol, al enemigo ni agua.

Mientras se suceden los actos electorales y parece que los voceros de los partidos coinciden en apelar al voto del miedo, unos asegurando que si no les mantienen en el poder el país va a ser un caos, otros afirman que si no se produce el cambio caminamos hacia la miseria. Unos y otros pretenden que los ciudadanos no tengan memoria y por ello les prometen unos caramelos que difícilmente podrán llevarse a su boca.

Uno tiene la sensación que unos y otros nos toman por imbéciles y se olvidan que las elecciones son una fiesta de la democracia en la que los ciudadanos tienen todo el derecho de votar útil, divertido, pasota, dar votos de castigo, abstenerse o, incluso, como decía el paisano con el que encabezaba este artículo, “invertir para después cobrarse los favores”.