El aplauso a Monedero

27/11/2015

Joaquín Pérez Azaústre.

Juan Carlos Monedero ha mostrado el trasluz del personaje, sus verdaderas líneas de diálogo en las tablas de la confrontación. Hasta ahora, la aspereza verbal de algunas de sus afirmaciones no se había deslizado del pentagrama político, de una especie de reivindicación del arquetipo representado no sólo por Hugo Chávez, sino también por Nicolás Maduro. Uno podía estar a favor o en contra del argumento de la obra o resbalar entre los valores democráticos y la situación de Venezuela, para justificar actitudes, propuestas y conatos de autoritarismo populista, tan peligroso para los derechos civiles allí y aquí. Defenestrado y admirado, ha sido Monedero un perfil difícil de cuadrar sobre el escenario, con unos claroscuros potentes, y también difusos.

Hasta ahora. Cualquiera puede ver el vídeo de sus declaraciones aparentemente burlescas, con su aire de representación y de complicidad con un público entregado, en las que insinuó que Albert Rivera es consumidor de cocaína. Así, entre las carcajadas de los asistentes, afirmó que había “notado” a Rivera “sobreexcitado”. Más concretamente: “Lo noté así como eso que a veces te pasa, como que has hecho algo y estás como muy excitado”, mientras se pasaba los dedos por debajo de la nariz en varias ocasiones, como después de haber esnifado una raya, refiriéndose al “tiro corto” y al “tiro largo”, subiendo los hombros, sonriendo antes de que el público se disparara en una risa atroz: porque más allá del espanto de la injuria, está el espanto mayor de sus aplaudidores.

Albert Rivera había criticado antes, en una entrevista, al ser preguntado por José Manuel Villegas, de Ciudadanos, acusado de tributar más de 70.000 euros en dos años a través de una compañía, que el fundador de Podemos hubiera creado una empresa pantalla sin actividad ni empleados para tributar más de 400.000 euros. Pero la respuesta de Juan Carlos Monedero no solamente ha sido desproporcionada, sino que le invalida para tener ni una sola línea en la representación política, ni ahora ni nunca, mientras no se disculpe. El tipo de basura que representa su teatralización –mucho había de espectáculo, de “sainete” montado por él mismo- es un asco moral, una putrefacción fácil y peligrosa que no necesitamos. En este país sigue habiendo demasiada gente convencida de que ser de izquierdas –o aparentemente de izquierdas- da carta blanca para cualquier declaración, sea o no una barbaridad. Me da igual lo que haga o deje de hacer Albert Rivera en su vida privada: esto es un ataque contra la dignidad de la gente que lo está pasando mal, que no está para esta mezcla de inmundicia y de frivolidad, que tiene que mirar al horizonte con algo de esplendor en la retina, y que no es tan burda, ni tan bufa, como esa gente que aplaudió a Monedero cuando difamaba a un adversario.

De verdad, no necesitamos nada de esto. En algunos momentos, cuando recibían ataques tan indiscriminados, tan injustos, he defendido a Podemos. Y lo seguiré haciendo cuando me parezca pertinente. Pero este tipo no merece formar parte de ningún proyecto colectivo, a no ser que se retracte. Y Pablo Iglesias debe desmarcarse de la injuria y condenarla. No, no me hace gracia esa insinuación de que Albert Rivera es cocainómano -es lo que sugiere la abultada gestualidad-; pero si alguien hubiera hecho lo mismo con Monedero, atacando su intimidad, acusándole de cualquier otra cosa personal, sería igual de bochornoso y yo estaría escribiendo el mismo artículo.

Todos tenemos derecho a una vida íntima. A caernos y a levantarnos. A vivir nuestros miedos y nuestras frustraciones, la desesperación y el óxido del llanto, a tocar nuestro fondo y respirar, hasta encontrarnos con nosotros mismos y ejercer el repudio en mitad del espejo, igual que Gil de Biedma en el poema Contra Jaime Gil de Biedma: “Podría recordarte que ya no tienes gracia. / Que tu estilo casual y que tu desenfado / resultan truculentos / cuando se tienen más de treinta años”. Algo así sucede con Monedero, que al condenar el vicio, sea real o no, ha conseguido su propio retrato.

La difamación del enemigo a través de su privacidad se ha visto en todos los regímenes totalitarios. Ya sé que equiparar esta peligrosa payasada con el nazismo o el comunismo soviético es excesivo, pero hay cierto tipo de bajezas a las que uno prefiere no asistir ni en su versión más débil. Porque esto sólo es debilidad: la de un actor perdido, sin papel, que busca los aplausos degradándose él mismo, y también a la obra.

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