“Brigadilla de necios”

07/02/2016

Luis Sánchez-Merlo.

brigaTurolense, padre de familia numerosa, seductor carismático, bon vivant, rápido, listo y con sentido del humor, Enrique de la Mata Gorostizaga estaba peleado con los horarios –‘se pasaba el schedule por el forro de la chaqueta’– y le perdían la buena mesa, los habanos y el Atlético de Madrid, del que fue precoz seguidor aunque en el último momento no llegó a presentar su candidatura a la presidencia del club colchonero.

Registrador de la Propiedad de secano y secretario del Consejo del Reino cuando la famosa terna de la que saldría presidente Adolfo Suárez, fue, en los albores de la reforma política, ministro de Relaciones Sindicales de aquel Gobierno que desmanteló el sindicato vertical y sentó las bases de lo que sería la libertad sindical. Un hombre muy de la Transición, desordenado, como lo eran los tiempos.

Hábil, tenaz y con hoja de ruta despejada, proporcionó una sana alegría a nuestro país, siempre orgulloso con los éxitos extrafronterizos, al ganar -con 48 años- la presidencia de la Liga de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, rocoso territorio de influencia suiza y nórdica, lo que no facilitó, precisamente, las cosas al candidato del sur. Pero, sin desaliento, dio varias veces la vuelta al mundo, se trabajó el electorado, voto a voto, con el apoyo inicial de árabes, latinoamericanos y europeos del este, al que logró sumar los votos decisivos de africanos y asiáticos.

Esta pica en Flandes coincidió en el tiempo con la presidencia española del Comité Olímpico Internacional (Juan Antonio Samaranch) y la dirección general de la Unesco (Federico Mayor Zaragoza). La Transición española empezaba a reportar dividendos a un país que había permanecido durante tantos años con el candado echado y las ventanas apenas entornadas al exterior.

Presidente de Cruz Roja Española, puso en marcha -con el apoyo del entonces Ministro de Hacienda, Miguel Boyer – el Sorteo del Oro, con objeto de recaudar fondos para la institución, como fuente de financiación complementaria a aquellas mesas petitorias -tan castizas y cinematográficas- de la Fiesta de la Banderita. Se rodeó de un equipo compacto y ya paritario: Cristina Macaya, Manuel Fiol, Mercedes Parages, José Álvaro, Ana Giménez, Carlos Balea y Giovanna Marone, que fueron sus colaboradores más cercanos y quienes contribuyeron, con eficacia, a lograr los objetivos y dar brillo a la institución. Así lo reconoció de la Mata: “Es un trabajo donde uno va muy apoyado, va muy ayudado, recibe muchas colaboraciones. Y, bien, lo que hace es un poco, digamos, encabezar el equipo; pero el que acaba triunfando es el equipo.”

Murió joven -54 años- tras sufrir un infarto en el automóvil que le conducía a su residencia, después de asistir a la clausura de los Campeonatos Mundiales de Atletismo, celebrados en Roma.

En 1988 no imperaba el odio sarraceno, porque la Transición había serenado la fronda, y el Ayuntamiento de Madrid decidió -por unanimidad- poner su nombre al paso elevado que une las calles Eduardo Dato y Juan Bravo. El consistorio, presidido por un alcalde socialista, Juan Barranco, consideró que Enrique de la Mata merecía el reconocimiento de la ciudad por su labor al frente de la Cruz Roja Internacional. Y para que quedara constancia de este bautizo administrativo, se colocó un monolito con una placa conmemorativa junto a una de las bocas del Metro, en la glorieta de Rubén Darío.

Veintitantos años después, la alcaldía de la capital, tras adjudicar un contrato -tres millones de las antiguas pesetas- a la Cátedra «Memoria Histórica del Siglo XX» de la Universidad Complutense –que dirige Mirta Núñez Díaz-Balart, hija de la primera y única esposa del dictador Fidel Castro- no supo dar más que marrulleros pretextos para justificar la ‘desaparición’ del monolito de granito y la placa. Pero el nombre de Enrique de la Mata ya figuraba en el listado de calles y referencias franquistas, elaborado por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica.

En virtud de esa fatwa, han pretendido guindar a las nuevas generaciones el recuerdo de un español universal, convirtiéndolo en un trasunto de ‘fascista’ que no merece siquiera un recuerdo en el barrio de Chamberí. Así se explica la retirada de la modesta placa, urdida seguramente por gente que no ha pagado nunca una nómina, desconoce lo que es un colateral y, en la indigencia de su instrucción, se queda en media ración.

Así se escribe la historia de este episodio de revancha anacrónica, como si no hubiese nada más perentorio que quitar lápidas a voleo o cambiar –con errores de bulto- los nombres de las calles. En lugar de atender los deseos de los ciudadanos, como son: limpiarlas, cubrir los contenedores de las obras, cambiar las raquíticas papeleras, poner multas a los dueños de los perritos cagones, contener a los aprendices de Bansky e impedir el botellón que impide dormir a los vecinos.

 

Y esto es lo que ocurre cuando, desde la incultura, el sectarismo y la arbitrariedad, y abusando de la ignorancia y el pancartismo, brigadillas de necios se ponen manos a la obra y perpetran atropellos que no dejan de ser variantes extremas de estulticia.

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