«Turing y la tercera vuelta electoral»

15/02/2016

Teodoro Millán.

 La falta de perspectiva es el mayor mal que acecha en la política. Caminamos hacia unas segundas elecciones, algo que muchos consideran imposible, cuando en realidad quieren decir impensable. Y sin embargo, las condiciones de posibilidad ahí están, y las elecciones cada día algo más cerca. Como ya anticipé en otro artículo en esta publicación («Indiferencia política y malformaciones del sistema«), resulta imposible anticipar hoy, visto lo visto, una situación en que surja una alternativa dominante de entre las distintas combinaciones necesarias para formar gobierno, salvo que alguno de los tres principales partidos cambie significativamente su mano. De no ser así, llegaremos a una segunda vuelta electoral. Sólo que nuestra segunda vuelta es una mera repetición de la primera porque el sistema no incorpora lo que si hacen otros sistemas electorales; un cambio en los participantes, excluyendo opciones secundarias, única forma de facilitar que en la segunda vuelta no se reproduzca el impasse de la primera. Porque la razón de ser de la segunda vuelta es sólo esa, romper el empate que significa la ausencia de ganador para alcanzar un resultado bien definido que determine quién ha de formar gobierno.

Descubrimos por tanto tarde y mal que el sistema adolece de un defecto básico, y es que a diferencia de lo que ocurre en otros países, podríamos acabar, tras la segunda vuelta, en la misma situación que en la primera. Nada puede garantizar que no sea así, aunque muchas voces rechazarán esta posibilidad improvisando argumentos que traten de anticipar lo improbable de dicha opción y apelando a un sentido común que, a falta de mayor precisión, hoy campa por su ausencia. Pero ya sabemos que cuando algo peor puede ocurrir, tiende a pasar. Y el sistema no está diseñado para evitar que lleguemos a una tercera vuelta electoral. La situación en que nos encontramos es la del llamado problema del stop, definido por Allan Turing, inventor de la moderna teoría de la máquinas procesadoras o computadores y sobre el que recientemente se hizo una película alrededor de la ruptura del código de la máquina Enigma utilizada por los nazis en la guerra mundial.

El problema del stop viene a decir que hay cuestiones que no es posible plantear a las máquinas procesadoras con garantía de obtener un resultado porque el programa que se utilizaría para formular la pregunta no llegaría a determinar una respuesta. O, dicho de otra forma, el programa no alcanzaría un final, un stop. Y como ejemplo de dichas cuestiones, el propio Turing formuló aquella, reflexiva, de si es posible saber a priori cuando un programa que se introduzca en un ordenador llegará a producir una respuesta, o a quedarse corriendo para siempre, como cuando decimos que un aparato electrónico de los que usamos habitualmente se queda colgado. Un sistema electoral es asimilable a una máquina procesadora. Se introducen los votos y un mecanismo de cómputo los asigna a los partidos y los transforma en escaños y, eventualmente, arroja un ganador que forma gobierno. Pues bien, el sistema electoral que tenemos no tiene ninguna protección que permita asegurar que, tras una segunda vuelta, se llegará a un resultado sin empate, esto es, que no se puede quedar colgado sin determinar quién ha de formar gobierno.

Por tanto, vamos camino de una situación peor de lo esperada: No sólo es malo tener que realizar una segunda vuelta electoral, sino que es peor comprender que de llegar ahí y pagar el peaje que habremos de pagar, en coste económico, temporal y desgaste de partidos y candidatos, amén del coste de oportunidad, nada garantiza que acabemos en una situación distinta de la actual. Y a continuación, lo mismo.

Esta desgraciada mal-formación del sistema debiera hacernos reflexionar sobre qué otras deficiencias posee, y en particular cuáles responsables de la incierta situación que vivimos hoy.  Afortunadamente, dicha reflexión no es complicada a la luz de una mera comparación con otros países que exhiben una larga historia de funcionamiento democrático parlamentario adecuado. Para mejorar nuestra precaria situación, basta con aprender del vecino y copiar las fórmulas con mejor histórico de funcionamiento.

Y aunque ya se vio en las recientes elecciones catalanes cómo es posible incluso alcanzar el empate exacto en número de votos entre opciones o entre partidos (cosa menos probable cuanto mayor sea el número de votantes) si es factible reducir significativamente las posibilidades de acabar en una situación de indefinición en una segunda vuelta. Las dos reglas más simples para hacerlo, declarar ganadora a la lista más votada o reducir el numero de partícipes en la segunda vuelta a, por ejemplo, los dos partidos más votados en la primera, son sencillas y eficaces. Cambiar los partícipes en una segunda vuelta es una forma sencilla de eludir el escenario de partida, algo así como dar cartas de nuevo en una partida de mus.

Claro está que este no es momento para modificar las reglas electorales, algo que requiere de consenso, puesto que a la luz de los resultados unos se sentirán perjudicados y otros beneficiados. Pero sí lo es de tomar nota de cuáles debieran ser las prioridades de los partidos una vez que salgamos de esta tormenta. Es en las situaciones en que el uso de reglas de desempate parezcan innecesarias cuando más fácilmente se logrará alcanzar un acuerdo sobre cómo usarlas.

Y puestos a ello, sería importante darle otra vuelta a todo el sistema electoral para reflexionar sobre qué otras normas nos alejan del ideal democrático deseable y cuales generan disfunciones que acaban produciendo situaciones no deseadas. Candidatos a este ejercicio son tanto la desproporcionalidad del voto (ley D’Hont y cláusulas de mínimo de votos y definición de circunscripciones) como las listas cerradas de los partidos. Con frecuencia se habla de la estabilidad aportada por el bipartidismo, como si multi-partidismo fuese antinomia de estabilidad y no compatible también con ella, encontrándonos con reglas que en pro de evitar la fragmentación electoral ponen mínimos y asignas escaños en formas que desvirtúan los resultados (algo que perdería su relevancia si, por ejemplo, se eligiese al presidente de gobierno por sufragio directo). Igual que los partidos tradicionales defienden las listas cerradas porque indudablemente concentran mayor poder en sus estructuras. Sin embargo, a veces, es útil poder diferenciar entre candidatos dentro de un mismo partido para evitar la fuga de votos que puede generar el rechazo a un candidato en particular. Como en el debate actual sobre la candidatura Popular, en una situación en que hay voces que reclaman un cambio por el efecto contaminación de los casos de corrupción. Que dichos cambios hayan de decidirse internamente es siempre más traumático que si el propio sistema ofreciese una opción que votasen los afiliados o, directamente, los ciudadanos. Y mucho se ha escrito sobre los incentivos de los candidatos a prestar atención a sus circunscripciones electorales bajo listas abiertas, en lugar de a sus burocracias internas con las cerradas. Tener reglas atípicas dentro de los países con mayor tradición de democracias parlamentarias es, cuando menos, una llamada de atención.

Hemos de ser conscientes de que las reglas del sistema pueden ser mucho más determinantes del resultado de una votación que las personas que en un momento participen como candidatos o jugadores. Y si no, pensemos en los aberrantes resultados que daría un partido de Federer contra Nadal sin las líneas divisorias de la pista.

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