Lobby de la mano del contralobby

17/05/2016

Elena Marín.

La filtración de los documentos que recogen el proceso de negociación entre la Unión Europea y Estados Unidos del TTIP (las siglas en inglés de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión) no solo ha descubierto a la ciudadanía el supuesto secretismo con el que se discuten y pactan estos asuntos de alto nivel en Bruselas. También ha vuelto a poner de actualidad el lobby que ejercen muchas compañías para conseguir determinados intereses, en su mayoría privados y de alcance económico.
Los medios de comunicación han difundido estos días nombres de empresas concretas que se han reunido durante estos dos años de negociación con comisarios y funcionarios de la Unión Europea con el fin de que el texto final del acuerdo esté orientado en un sentido y no otro. Según un informe publicado en 2015 por el Corporate Europe Observatory, el 88% de los encuentros de estos altos funcionarios fue con el sector privado. Aunque sin nombres propios, también sabemos que algunas de estas reuniones han sido con la llamada sociedad civil, es decir, ONGs, asociaciones, organizaciones o plataformas civiles que defienden otros intereses, en este caso, de colectivos específicos o de ciudadanos y consumidores en general.

Con las elevadas cantidades de dinero que las grandes compañías invierten habitualmente en lobby, es sorprendente que la batalla de la opinión pública en este campo se la hayan ganado las ONG sin apenas presupuesto. ¿Identifican los ciudadanos a las ONG como actores de lobby? No. O no al menos con la connotación que tiene este concepto en España y, sin embargo, en los últimos diez años han florecido los departamentos dedicados a esta área en este tipo de organizaciones. Se publican incluso ofertas de trabajo para estas divisiones sin ningún complejo o sin que nadie ponga en duda su valor o seriedad. Pero han aplicado una máxima puramente empresarial. Cuando algo no funciona o no gusta, el cambio de nombre a veces puede solventar el problema. En las ONG el lobby no se llama lobby, se llama incidencia. Y la incidencia política no es otra cosa que un conjunto de acciones que busca influir en la normativa de un país o en los programas públicos con un fin determinado, que en la mayor parte de estas organizaciones suele ser la defensa de unos derechos o intereses comunes. Algunos lo llaman contralobby.

El uso de las palabras, como siempre, no es fortuito. Incidencia, según la Real Academia de la Lengua, significa “influencia o repercusión”. Ninguna de estas dos expresiones tiene una connotación por sí misma negativa si no va acompañada de algún apellido. Pero busquen lobby y la RAE les redirigirá al término ‘grupo de presión’. Y la palabra presión, que también incluye en su definición el término influencia, viene asimismo con otro significado: “acoso continuado que se ejerce sobre el adversario para impedir su reacción y lograr su derrota”. No es lo mismo la incidencia que un amigo ejerce sobre otro que la presión. No es lo mismo que un grupo de agricultores intente influir sobre el poder público a que lo presione. Solo cuando la influencia viene acompañada de ‘tráfico de influencias’ se convierte en delito. Pero para que esta sea tipificada como tal, debe haber un funcionario o autoridad que haga uso de su posición de poder para conseguir que otra autoridad haga lo que se le pide.

Las plataformas cívicas y organizaciones no gubernamentales, por lo general, no suelen encontrarse en posición de forzar este último tipo de influencia. ¿Las empresas sí? El problema del sector privado en España es que, en ocasiones, ha permitido que el ejercicio de esa presión se hiciera con unas prácticas poco recomendables en una democracia adulta, a veces, rayanas en lo delictivo y, por supuesto, siempre en la sombra.

Pero en la era del big data la transparencia se convierte no solo en una obligación (mayor según avanza la legislación) sino en una necesidad para las compañías. El anonimato es un privilegio que ha caducado. Las actividades discretas del lobby hoy son cada vez más públicas. Los países como España que se resistían a regular esta práctica van camino de ponerle un cascabel o un fluorescente para que se oiga y vea allá donde se pone en marcha. En el Congreso de los Diputados hubo un intento en 2014 para crear, al menos, un registro público. Sus señorías se pusieron tercas y la propuesta no se ha traducido en nada, pero la directiva europea que se encuentra en estos momentos en proceso de negociación en Bruselas les obligará a hacerlo en breve. Sí lo ha hecho, en cambio, la CNMC, que en marzo de 2015 abrió el Registro de Grupos de Interés donde hoy hay más de 100 entidades dadas de alta.

El futuro, sin embargo, no solo está marcado por una transparencia más o menos inevitable. Quien quiera buscarlo, siempre encontrará un resquicio por el que colarse y no contar lo que no quiere. Al menos durante una temporada. La crisis económica, el cuestionamiento de algunas formas de hacer tradicionales y, sobre todo, el empoderamiento de sectores hasta hace poco secundarios (plataformas civiles, principalmente) ha hecho que las compañías empiecen a ser conscientes de que tienen que legitimar muchos de sus planteamientos. La responsabilidad social corporativa trata de eso, sí; pero tener aliados frente a la Administración Pública sobre la que se quiere influir es también necesario. Más aún cuando ese público, el político, se fragmenta y da paso a nuevas generaciones y formas de entender el compromiso social de manera global, como ocurre hoy en España. O cuando las redes sociales e internet han alcanzado una cierta madurez que multiplica el potencial de aquellos que defienden unos intereses comunes distintos a los puramente empresariales.

Las compañías, que invierten un alto presupuesto en RSC y en comunicación corporativa, han sido hasta ahora incapaces de trasladar como algo positivo una de sus prácticas más habituales. Es evidente que la transparencia y las buenas prácticas son el primer paso para darle la vuelta a esto. Dotar al interés privado de una dimensión colectiva propia del interés común es el siguiente. Pero de verdad, no con alianzas instrumentales que simplemente sirvan de coartada. El lobby, el buen lobby, pasa no solo por explicar y convencer al político o funcionario de turno de las bondades de una empresa y de sus intereses, sino por implicar en los proyectos a aliados de otros sectores que de otra manera estarían de frente haciendo contralobby. Hoy parte de esos aliados están necesariamente en la sociedad civil. El reto es convertir esa alianza o sinergia con grupos cuyo empoderamiento crece en una relación real y leal.

Elena Marín es consultora sénior de Estudio de Comunicación

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