Refugiados, espacio y sociedad

27/05/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Cada vez que paso por delante de un edificio público me pregunto cuánta gente podría dormir ahí. Cada vez que paso por delante de la fachada de un ayuntamiento, de una diputación o de un gobierno autonómico, con esos vestíbulos mastodónticos, que cierran muchas noches con su amalgama de luces encendidas, con ese gasto inútil y despilfarrador, como faros abiertos sobre la oscuridad nocturna en la ciudad calmada, pero también aislada de la vida más dura, me pregunto cuántas camas podrían montarse ahí, cuántos dormitorios de campaña, con sus biombos en un espacio propio, podrían acumularse sobre los pavimentos de mármol rutilante. Cada vez que paso por delante de un polideportivo, usado o en desuso, cada vez que veo las grandes oficinas de cualquier institución municipal o autonómica, con todos esos miles de metros cuadrados de luz desperdiciada, las amplias galerías del vacío, los pasillos henchidos por un oxígeno quieto que nadie respirará fuera de los horarios laborales, me pregunto cuántas familias podrían estar ahí, se podrían acoger en esa intimidad de los metros cuadrados sin calor.

¿Cuántos refugiados podemos acoger? Según el Gobierno español, únicamente 16.000. Es el compromiso entre 2016 y 2017. Pero en lo que va de plazo, sólo llevamos 38, repartidos en dos tandas de 18, la primera, y de 20, la segunda. No damos más de sí, esto es España: una España tan triste y gris como desmemoriada, porque el pasado no sólo debe ser patrimonio de los perdedores. En Valencia, la sociedad civil ha sufragado el “barco de la solidaridad”, preparado para traer a 14.000 refugiados, una cifra bastante más respetable, y respirable, que estos míseros y vergonzantes 38. Sin embargo, el Gobierno central, quizá más pendiente de la propaganda electoral y del uso partidario de cualquier humanidad, ha obligado al barco a permanecer atracado en el puerto de Valencia. Valencia, donde quedó atrapada la última remesa, con miles de refugiados, en el exilio final del Gobierno republicano, tan áspera y vitalmente reflejado por Max Aub en su novela Campo de los almendros, cuando todos los rostros se hacinaban en la desesperación, ante las tropas franquistas cercando Valencia, y perecer ahogado entre las aguas, tratando de alcanzar cualquier amarre, era una esperanza demasiado huidiza.

¿Tanto tiempo ha pasado, o hemos olvidado demasiado pronto? Toda esta sordera nacional a lo que ocurre fuera de nuestras fronteras es un ardor de estómago, un estilete hendido entre unas sienes que deben recordar. ¿Qué hacemos hablando tanto de Venezuela, cuando toda una civilización, generaciones enteras se derraman y caen en las puertas de Europa, selladas a cal y canto de disparos de humo y alambre de espino?

Lo dijo Stefan Zweig: Europa ha muerto. Pero no la de ayer, sino la que pudo haber sido tras el paso brutal del fascismo en el mundo. Tenemos la información necesaria, el espacio y la manera de construir otra convivencia. Esta mezquindad, este egoísmo colectivo, es nuestro fin. Porque sin humanidad no hay derecho, sociedad ni salvación que merezcan la vida.

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