Yo era un tipo que amaba Inglaterra

25/06/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Yo era un tipo que amaba Inglaterra. Acabo de descubrirlo. No lo había pensado, porque formaba parte de mi identidad hasta un nivel sanguíneo tan profundo que jamás me había planteado la cuestión de si la amaba o no. Esta pasión es –era; ¿es?; era- esencialmente literaria, pero no sólo eso. Shakespeare, para empezar. Shakespeare es todo. Cuando estuve en el Globe Theatre, donde representó sus obras, me bebí dos de las dos pintas más sabrosas que recuerdo. Al pasar por el búnker desde el que Winston Churchill levantó la estrategia de defensa heroica ante el bombardeo alemán sobre el cielo de Londres, admiré la perseverancia de un país que fue también la patria de John Keats, de Coleridge y Wordsworth, de Byron y de Shelley. En fin: vida y poesía. Como la de Wilfred Owen y los demás poetas jóvenes caídos en el frente de luz de la Gran Guerra, convertido en la ciénaga siniestra que vio hundirse en su fango a una generación. Pero en la infancia la pasión se extiende hacia el aura de la fábula mítica: Robin Hood vestido de Erroll Flynn, como antes, también, de Douglas Fairbanks. Ah, Walter Scott. Ah, el caballero Ivanhoe y su amada lady Rowena. Ah, el duque de Buckingham enamorado de la reina Ana de Austria y burlando a los esbirros del cardenal Richelieu en Los tres mosqueteros. Ah, el rey Arturo, Ginebra y Lanzarote, la búsqueda del Grial y la Tabla Redonda. Excalibur, la dama del lago, y John Boorman. Ah las armaduras relucientes y la espada en la piedra. Y el mundo de Charles Dickens.

Por esto y más yo amaba Inglaterra. Y hubiera soportado el latigazo de una separación. He vivido algunas y todas se superan, o todas las que no son importantes, basculares en el aire de una vida. Podría haber seguido respirando sin Inglaterra en la Unión Europea estupendamente, entre otras cosas, porque el golpe mayor lo llevan ellos. Y de Shakespeare a Dickens, llegando hasta los actuales Ian McEwan y Julian Barnes, pasando por Sherlock Holmes y por Moriarty, y por la recreación de Arthur Conan Doyle que hizo a su vez Barnes, pasando por la serie con Jeremy Brett y hasta los episodios lejanos de la serie Arriba y abajo, y Los Beatles, seguirían siendo míos.

Todo se podría superar, excepto la causa de la ruptura. Xenofobia, básicamente, con esta nueva ola de racismo económico que está dinamitando nuestros pobres cimientos. Por eso Donald Trump ha celebrado la salida de Reino Unido de la UE, lo cual es casi tan significativo como que todos los líderes de extrema derecha, empezando por Marine Le Pen, reclamen más referéndums para dejar Europa. No es el euro, sino compartir sus ventajas con otros. Es la obligación de acoger a refugiados, incorporar una ristra de derechos humanos a los desprotegidos. Es amparar al débil. Es rechazar la Europa que soñó Luis Cernuda, que vivió Stefan Zweig. Esta Inglaterra racista no me gusta. No puede gustarme, por los mismos motivos que me hicieron amarla. No es que nuestra Europa sea perfecta. No lo es. Pero al menos está obligada a convivir con sus contradicciones: su precaria riqueza y su egoísmo. Inglaterra, la vieja –porque los jóvenes, en cambio, han votado en bloque por seguir en Europa- ha demostrado que no sufre contradicción alguna. Patada al refugiado, y tentetieso. Tampoco es que me alegre de este día nublado, a lo Jack El Destripador por las calles umbrías de Whitechapel, por lo que representa; pero este resultado deja al aire las vísceras de la vieja Inglaterra, y es mejor conocerlas.

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