Rita Barberá crepuscular

16/09/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

La tragedia de Rita Barberá es su degradación con aire de época. Cuando los episodios nacionales de la putrefacción parecían encadenados sin posibilidad de sorpresa, con su repetición seriada hasta el hartazgo, de pronto estalla Rita Barberá como una masa agigantada de osadía y agónico descaro, agarrándose al aforamiento y sugiriendo su posible culpabilidad. En nuestro Estado de derecho, todavía al menos, la presunción de inocencia sigue siendo una especie de límite moral para nuestro incendio colectivo, al contrario de lo que parece pensar Juan Carlos Rodríguez Ybarra. No es que España se haya vuelto “un país justiciero”, sino que andamos ahítos de injusticias varias. Sin embargo, el azote mediático, esta acumulación de robo a mano armada de legitimación electoral, parecía haber alcanzado sus mayores cotas de originalidad: todos los tipos más o menos parecidos, con esa arrogancia engominada sobre los cuellos altos de camisas italianas, con traje caro y zapatos lustrosos, cubiertos por abrigos amarillos no muy diferentes de aquel con piel de camello que ocupó el corpachón de William Holden en ese Sunset Boulevard tan crepuscular, comprado por Gloria Swanson/Norma Desmond, con un deseo febril de juventud. Aquí puede haber habido ese mismo deseo febril de cuerpos dorados en la orilla, tostados por el sol de las líneas salinas, pero lo que se ha impuesto ha sido el maletín lleno de fajos. Así, hace tiempo que todos estos tipos son un lugar común con poca gracia –o maldita la gracia- como caricatura de la realidad. Pero entonces llega Rita Barberá, sola ante el peligro de la soledad sin palacio de invierno, sin mansión ajada ni paraíso perdido, y su propio PP, que antes movía la tierra cuando saltaba con ella en plena victoria electoral, antes de brindar con un gin-tonic, le da la espalda, le agradece los servicios prestados y le pide además que abandone su sitio del Senado, esa toga amplia y transparente de legitimidad.

Ese carácter desbordante, con su corporeidad cavernosa de voz, la arrogancia intuitiva de encarar la alcaldía de Valencia y la misma política como la propiedad de un territorio sin ley, con sus instituciones como parcelas rústicas, controladas por una red de capataces a sueldo, parecen varias de las singularidades de esta mujer grande en su expansión entre los lazos del dinero público, como ranchera fuerte y poderosa, de volumen sensible, traicionada y vendida por los suyos, que puede terminar disparando al pianista, mientras se pide un whisky tras llevarse a varios de los suyos por delante.

Rita Barberá está sola, pero no lo ha estado hasta ahora: ni en lo que hacía, ni en su manera de hacerlo, porque la acompañaban varios de los que hoy reclaman su marcha. Su silencio será caro, aunque anden exigiendo su sueldo de senadora. El aforamiento es una garantía ciudadana para la protección jurídica de nuestros representantes, pero convertirlo en una fortaleza de la villanía es un descrédito de nuestra democracia visceral. Rita Barberá, abandonada en su película, se agarra a su aforamiento para hundirse dramáticamente.

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