Alberto Ballesteros, jinete en Libertad

11/10/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Alberto Ballesteros sacudirá la tabla milenaria del Café Libertad con sus botas salvajes. Ese par llegó a Sheffield, dónde las encontró, a través de una tienda on-line de Alabama, y según la leyenda habían pertenecido a uno de los poetas malditos de los beatniks, Jack Kerouac. Curiosamente, Alberto había ganado su sombrero perdido algo antes, casi por casualidad, en una timba diurna en Sant Lake City, pero después de tocarlo y comprobar que se ajustaba perfectamente a su cabeza, aunque algo más rockera y melancólica, lo volvió a perder en un naufragio sin víctimas, pero naufragio al fin, en las aguas del río Colorado. Estas son las historias que Alberto Ballesteros no cuenta en sus conciertos, porque las deja para la literatura subterránea que se va escribiendo sobre él y lo rodea a tientas, como una sombra intacta entre las bambalinas. Acerca de los pactos que pudo o no firmar por su talento, un poco Dorian Gray cercado en un espejo nuevo de mercurio, con las cuerdas tensadas de guitarra al fondo, sólo podrán hablar los poemas pendientes, pero lo único cierto es que Alberto Ballesteros vuelve a tocar hoy en Madrid, en el Café Libertad, donde ha vibrado ya su voz eléctrica, de jinete sin tiempo a sus espaldas, portador de relatos de fiebre pantanosa y leyendas venidas de Montana, como los buscadores, con su voz arrastrada por las hebras del oro.

Todo en las canciones de Alberto Ballesteros es una verdad revelada a tientas, saliendo de los bordes del silencio, una acentuación que hace del ritmo una melodía de las palabras, con su sombra en las tazas de café metálico rodeando la fogata, entre las piedras, bajo el cielo desnudo en el desierto. Algo hay de pionero, algo de buscador, de hombre al acecho de su propio destino en movimiento. Algo hay de Bob Dylan tras las huellas de Woody Guthrie, pero leyendo también a Dylan Thomas a la vez, como si la poesía de la revelación frecuentara también la casa del sol naciente y sus viejas historias de fantasmas criollos. Algo también tiene Alberto Ballesteros de su maestro Leonard Cohen, que fue poeta antes que músico, hasta que Janis Joplin apareció en un teatro del Village neoyorquino anunciando que Leonard, el poeta, al que todos leían con más o menos asombro, había decidido cantar, porque su voz era sangre y la herida en su estilo.

Pues bien, Alberto Ballesteros cabalga en esta búsqueda por laderas desnudas bajo el sol del invierno; pero, de vez en cuando, lo puedes encontrar por La Latina, al abrigo de tascas que también le han contado relatos de otros hombres, de otros rostros cansados de atisbar el silencio, que han querido sacarle a la vida su pulso de mito y realidad. Escucho las canciones de Alberto Ballesteros como quien asiste a una confesión, que en parte es búsqueda, pero también chasquido de un látigo de luz cuando fustiga un aire que nos hace más libres. En La Latina hay varias torres de vigía, con sus vientos de tarde, en la piel del otoño. Desde una de ellas, cerca del bar Muñiz, con un balcón abierto que también deja ver el balcón mineral a la tarde en Madrid desde la Puerta de Toledo, eje de sueños, sin la trampa del miedo, a veces se aparece como un perfil silente, esquivo y natural como el cigarro que lía con rapidez al salir de una barra del siglo diecinueve, machadiana total. Después se marcha, a bordo de las botas que hoy pisarán fuerte el escenario del viejo Libertad, mito y leyenda, escenario de la felicidad.

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