El Cervantes de Eduardo Mendoza

01/12/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Eduardo Mendoza es un escritor de una voluntaria ligereza, incluso en sus novelas pretendidamente densas. Él ha explicado varias veces que tiene, digamos, dos tonos distintos: uno más ambicioso, en la propuesta narrativa y el asunto, y otro que resulta más superficial, sencillo y divertido, porque es uno de los pocos maestros del humor de la siempre seria, grave y cejijunta narrativa española. Por poner ejemplos del primero, podríamos citar La ciudad de los prodigios y La verdad sobre el caso Savolta, mientras que, en el segundo figurarían El misterio de la cripta embrujada y Sin noticias de Gurb. Sus dos novelas, digamos, quizá con una propuesta más compleja –esto es, La verdad sobre el caso Savolta, publicada en 1975, y La ciudad de los prodigios, de 1986-, participan también de una ligereza narrativa que casi vuelve líquida su lectura, aunque quizá no tanto como sus caricaturas de la novela negra, con ese acierto exacto y delirante que hace del inteligente tratamiento del absurdo un nuevo nivel de realidad. Lo que me llama la atención de estas dos novelas es que su asimilación, más que ser de whisky reposado, es decantación hacia el consumo inmediato, porque no podemos parar de encadenar las páginas, más de refrescante daiquiri que de contundente coñac. Porque las novelas de Mendoza, incluso las más aparentemente serias, uno se las bebe. Es cierto que, después, quizá no queden con ese lecho sólido de turba, un poco de letargo en la lectura, con un poso o conciencia de barrica de roble en la retina; pero es que, seguramente, su intención es otra: que sus historias vivan de forma fulgurante, justo lo que dura la lectura, convertida en vivencia de intensa seducción, contenida en sí misma.

Aquella novela escrita hace 41 años, como explica Méndez de Vigo, secretario de Estado de Cultura, mostró una manera de narrar fresca y abierta a otras posibilidades expresivas, con la inmersión de registros periodísticos, legales, hasta publicitarios, ganando una elocuencia propia en su profundidad de texto. La verdad sobre el caso Savolta no es, únicamente, una novela con amplitud de estratos, sino también un muestrario de las infinitas posibilidades narrativas de la novela moderna, como artefacto lúdico y también como instrumento de investigación histórico y civil, policíaco y profundamente humano. En el fondo, quizá no estoy tan de acuerdo con esa diferenciación entre un Eduardo Mendoza de novela más honda y otro de narración más liviana: aunque cambie de tono, o de registro, o incluso las tramas, esa respiración aligerada de una prosa que corre como un río, con varios niveles de caudal en la acumulación de vida y de tejidos, en esencia, es la misma, como en el inteligente tratamiento de una realidad que acaba siendo cómica no sólo en su patetismo, sino también en su carga de absurda evidencia. Se ha premiado a un autor inteligente, de respuesta rápida, divertida y eficaz en sus planteamientos, con arquitectura urbana de novela pop, que nos cuenta lo que quiere, como quiere, y además gusta a un público masivo. Vivimos, nos comunicamos y leemos –cuando leemos- con el sprint impreso en la mirada, en la calma paciente que nos falta. Estamos ante un escritor que supo adelantarse a estos ritmos veloces de hoy y hacerlos propios, en su aceleración de historias que nacen para ser contadas, y también percibidas, con esa virtud de inmediatez, recordándonos que la parodia es una alternativa al desencanto. Es un universo rico, a veces delirante, con el humor y la sonrisa intactos. En una época avocada al consumo masivo, Eduardo Mendoza es un Premio Cervantes de su tiempo.

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