Madrid y Antonio Palacios

12/12/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Madrid, la ciudad que amamos, el pálpito y la sombra, ese fulgor de mármol bajo el cielo metálico, es el escenario que vio un día el arquitecto Antonio Palacios. Pensemos en la terraza, esquinada de luz, de efigies que recuerdan la cercanía celeste de los dioses homéricos, del Círculo de Bellas Artes, bajo el atardecer largo de música rojiza en los tejados; la rotundidad esférica del Banco Central, con su cámara acorazada y esas columnas que parecen soportar el peso de un relato colectivo, o el neoclasicismo abigarrado de luz blanca del Palacio de Comunicaciones, sede actual del Ayuntamiento, igual que un río de sombras que se viste de elegante claridad armónica, con miembros verticales en el punto de encuentro de una ciudad que habita sus centros perdurables.

Todos estos edificios, como el Hospital de Jornaleros de Maudes, sede actual de la Consejería de Transportes, una joya encendida en el tráfico lento de Raimundo Fernández Villaverde, un poco de película de Garci durante la Transición, como un promontorio de roca viva y grana levantada desde la oscuridad, con sus arcos voltaicos de la noche en Madrid, son obra de un gallego, nacido en O Porriño, en Pontevedra, en 1876. Antonio Palacios era un arquitecto recién llegado a Madrid, apenas un villorrio galdosiano, y vio en sus explanadas su posibilidad monumental, ese espacio en blanco en que escribir la ciudad del futuro, a partir de 1909, cuando levanta el Palacio de Comunicaciones, sede inicial de la Sociedad de Correos y Telégrafos de España.

Entre la calle de Alcalá, Gran Vía y Sol, Madrid se fue apareciendo entre los ojos alucinados de Antonio Palacios, como en la rehabilitación del Hotel Avenida, en el número 34 de Gran Vía, y la Casa Matesanz, en el 27, o la sede del Banco Mercantil e Industrial, en el número 31 de Alcalá. Quiso haber reformado el Kilómetro Cero, que además de ser el epicentro de todos los caminos que recorren nuestra cada vez más noventayochista España, es el título de una gran canción de Ismael Serrano, que podría ser un himno civil de la ciudad, como los monumentos de Antonio Palacios son su proyección, sobria y de piedra, hacia el cielo incendiado por los ojos de poetas malditos.

Fue Antonio Palacios, con la ayuda de un grupo de ingenieros, quien hizo arrancar la Línea 1 de metro, de Sol a Cuatro Caminos, que sigue cortando en dos mitades la historia literaria de Madrid, con varias de las valientes Trece Rosas reuniéndose, al terminar la guerra, en sus casas de ladrillo pardo, por Tetuán. Es en Cuatro Caminos donde sobreviven, aún, las primeras cocheras del metro de Madrid, en una parcela de 40.000 metros donde la cooperativa Residencial Metropolitan quiere edificar una urbanización con 443 viviendas. Todavía en septiembre, la Dirección General de Patrimonio de la Comunidad de Madrid no aceptó la consideración de las cocheras como Bien de Interés Cultural, lo que las salvaría del derrumbe, por no existir, se argumentó, pruebas de la autoría de Antonio Palacios. Sin embargo, su firma ha aparecido en varios documentos: concretamente, los relativos a la caseta de obras y taller de herrería, las licitaciones de tira de cuerdas o la alineación de la primera ampliación, todas en el Archivo de la Villa. El Ayuntamiento ya ha frenado las obras.

Para un temperamento melancólico, se hace difícil aceptar que los decorados se suceden, que todos los actores del reparto encaminan sus pasos hacia un olvido azul. Por eso me ha alegrado el descubrimiento de estas firmas: porque Antonio Palacios es también parte de la novela de Madrid, la que perdura y se sigue construyendo en oleadas de pasos. No se pueden perpetuar los escenarios, ni tampoco las gentes que los viven, ni las casas, sus paredes, ni sus olores íntimos, sus patios de vecinos con la flor en la mesa. Pero algo de eso está también en la grandiosidad de estos edificios, una especie silente de otro lado que late más humano cuando ves el Palacio de Comunicaciones, como un faro en mitad de la neblina. Eso es Madrid: una llegada a tierra, un puerto sin mar y un cielo blanco, sus hombres y mujeres, con su vida invisible.

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