Mus y setas en Piedralaves

30/11/2012

Beatriz Navarro. El viernes 23 de noviembre es un día como otro cualquiera para dejar la ciudad rumbo al otoño. Piedralaves, sin embargo, no es un lugar como cualquier otro.

Encajada ente pinares, en pleno Valle del Tiétar, cara sur de la Sierra de Gredos, provincia de Ávila, por más señas, la población se envuelve, al llegar los primeros fríos, en su coraza dorada, dispuesta a mantener el tipo hasta que la nieve cubra de blanco invernal los esplendores otoñales.

De la capital de España a la capital del Otoño apenas hay algo más de cien kilómetros. De la Puerta del Sol a la plaza de la villa, presidida por la Torre del Reloj, de piedra sillar, junto al ayuntamiento del siglo XVIII, algunas diferencias, además del volumen de tráfico peatonal y motorizado: en las bocacalles de la plaza se conservan las tradicionales agujas de piedra que se utilizaban para cerrar la plaza cuando había toros.

Pero eso fue hace mucho. En el entorno serpentean todavía las pequeñas calles adoquinadas con casas de piedra y balconadas de madera. Cerca está la Iglesia de San Antonio de Padua, reconstruida a finales del siglo XVIII. Tiene artesonado mudéjar, bóveda de cañón con arcos sajones y un retablo barroco de cinco calles, separadas por columnas corintias. Destaca también el sagrario renacentista. Torre cuadrada coronada por el gallo de San Pedro.

Frente a la Iglesia, la Cruz de los Enamorados, puro amor de piedra. Según pone en su basamento se erigió en 1681 y se llama así por que antaño las parejas de novios quedaban junto a ella a la salida de misa. Y de la novena. Y del rosario y quién sabe qué más.

Con un grupo de amigos, obsesos del mus y del cordero, nos citamos en Piedralaves, aunque no precisamente en la iglesia, sino en el Torreón, un hotel rural escondido entre la vegetación serrana: castaños, sauces, cedros, olivos, pinos, palmeras, sobre todo palmeras, como si estuviéramos cerca del  Mediterráneo, regadas por riachuelos procedentes de la sierra, y setas, muchas setas, aunque no todas comestibles. Paisaje exuberante, hermosos salones, magnífica comida, y todas las atenciones de Marina la dueña, y Marina su joven ayudante, para redondear nuestra feliz  estancia.

El sábado por la mañana, recorrido por el pueblo y recorrido por  el monte, siguiendo los numerosos senderos, según las preferencias andariegas y paisajísticas de los visitantes. Nosotros optamos por algo cercano, ya que el mus y los años imponen sus límites. Fuimos a la zona de  la garganta de Nuño Cojo, garganta que divide el pueblo, y a la que se accede cruzando sobre un puente romano, en excelente estado de conservación, que fue en su tiempo paso obligado en el camino de Madrid a Plasencia.

La zona de la garganta cercana al pueblo es un área recreativa con fuentes, cascadas, regueros de agua, bichos de variado pelaje y las graciosas ardillas que tanto estilo le dan al monte. Como con las setas no nos atrevíamos, por eso de que nunca sabe uno dónde estará el veneno que te puede llevar a urgencias, optamos por buscar castañas, lanzándonos como locos a la limpieza del monte. Para que no haya incendios.

Tras el cordero, el mus. La tarde, como es de imaginar, fue de órdago. A la grande, a la chica, a pares y a juego. Algunos fueron a por lana y salieron trasquilados. A mi me quisieron uno a pares. Llevaba yo unos duples de reyes-caballos que hundió a los contrarios en la miseria. Ya no pudieron recuperar la autoestima en toda la tarde. Y es que la vida y el mus son así. Incluso en Piedralaves.

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