La inhabilitación de un proceso

13/03/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

He visto a Artur Mas de pronto envejecido, con el cuello entallado en una nueva delgadez bajo la bufanda temblorosa. Se le ha esfumado, de pronto, esa euforia interna y palpitante en los ojos, esa suerte de ufana vanidad de algunos protagonistas muy ansiosos por pisar su primera alfombra roja, cuando al fin se ven en ella, rodeados de fans, después de haber medrado en oscuros despachos para conseguir un papel. Ahora, cuando el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña le ha condenado a dos años de inhabilitación para ejercer cualquier cargo público, por desobedecer al Tribunal Constitucional y haber celebrado, impulsado y promocionado la consulta catalana sobre la independencia del 9 de noviembre de 2014, se ha esfumado de pronto su sonrisa, esa caída de labios remarcando la mueca burlona de los pómulos, un poco  de aquí quería  yo estar, es mi momento, porque parece que el minuto de fama se le ha subido de pronto a la retina en forma de noqueo evanescente, como si todavía no fuera consciente del golpe directo que acaba de encajar del Estado de Derecho, con su imperio en la ley.

El Tribunal también ha condenado a Joana Ortega, exvicepresidenta, a un año y nueve meses, y a Irene Rigau, exconsejera de Enseñanza y actual diputada de Junts pel Sí en el Parlamento catalán, a un año y medio, por su cooperación necesaria en el delito de desobediencia. Lo recurrirán ante el Tribunal Supremo, y volverán a intentar convencernos de que no sabían lo que hacían o, en realidad, no lo hicieron, como si el resto de la población, incluida la mayoría de catalanes que no los apoyó en la consulta, quedándose en sus casas, y se vio abocada a la más absoluta indefensión representativa, pero también jurídica, por sus máximos representantes, no hubieran vivido aquellos días. El caso es que si Mas desea volver a presentarse como lo que sea, el gran libertador del pueblo catalán de su yugo español, se encontrará de frente con la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, que especifica que no pueden presentarse “los condenados por sentencia, aunque no sea firme, por delitos de rebelión, de terrorismo, contra la administración pública o contra las instituciones del Estado” a una pena de inhabilitación. Aunque Artur Mas ha intentado convencernos de lo contrario, para el Tribunal está claro que fue “autor material del delito de desobediencia” y “convocante del proceso de participación” que había sido prohibido por el Tribunal Constitucional. Lo sabía, tenía “un perfecto conocimiento del contenido y efectos”, pero “dispuso lo necesario para que prosiguieran las mismas actuaciones” y “logró que se mantuvieran vigentes los contratos de aprovisionamiento de los materiales y equipamiento necesario” para el 9-N, protagonizando su propia película de liberación.

“No había ánimo de cometer ningún delito ni de desobedecer a nadie”, aseguró en el juicio: al final, Mas ha terminado traicionándose a sí mismo, a su propio legado, a su propio estrellato en la pantalla de la independencia. La verdad, como líder social de una fractura, tendría que haberse inmolado -procesalmente-, haber reconocido su culpabilidad –o su autoría, si se prefiere-, pero sin reconocer la autoridad de un Tribunal supeditado a la estructura procesal del Estado español, que no reconoció cuando ignoró la resolución del Constitucional. Este Artur Mas de ahora, aterido como un pajarito antes de caer en la parrilla, con las patas tiesas bajo su corto vuelo, no ha sabido vivir su propio sueño, como si esos dos años de inhabilitación le hubieran caído encima con sus 17.520 horas de peso en los hombros hundidos, famélicos y grises de su abrigo cansado.

No se inhabilita sólo a Mas, sino la legitimidad del proceso impulsado desde su Gobierno, empeñado en dejar fuera de la política a más de la mitad de su población, que a pesar del despliegue de su propaganda no acudió a votar. Cuando una confrontación de esta naturaleza se fuerza así desde las instituciones, sin querer escuchar el latido plural de la calle, y aun así se apaga, la actualidad acaba pasando por encima. Es lo que le ha pasado hoy a Artur Mas, protagonista de una película obsoleta, que aún no se ha estrenado en la vida real.

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