Muertos con nombre y apellidos

01:09h

Estamos acostumbrados a las tragedias, si un accidente de avión, si un tiroteo en un remoto pueblo de los Estados Unidos, si un incendio en una fábrica de la India, un tsunami o un tifón, el drama de los refugiados o una hambruna en cualquier país africano, por ejemplo. Nos pueden emocionar más o menos, pero en el fondo nos limitamos a contabilizar el mundo de muertos (que para nosotros sólo son un número) y articular las medidas solidarias de rigor. Siempre nos queda la duda si las dádivas que podamos hacer llegan a su destino (baste recordar las millonaria ayudas que prometieron para reconstruir Nôtre Dame se han hecho efectivas) La gran diferencia entre estas calamidades y las que estamos sufriendo con el coronavirus es que las víctimas no son ciudadanos anónimos o simplemente números si no que son personas muy cercanas que tienen nombre y apellidos. En estos momentos es difícil encontrar a una persona que no tenga un familiar o un conocido que se haya visto infectado. O sea que las víctimas son de carne y hueso, con las que hemos convivido y que les ha tocado una macabra lotería de la misma manera que en cualquier momento nos puede tocar a nosotros. Ello propicia una serie de sentimientos que no son la etérea tristeza que nos producen lejanos grandes cataclismos, si no que motiva las muestras de solidaridad y también de impotencia y, porqué no, de miedo. ¡Qué lejos quedan aquellos abrazos y besos con los que nos saludábamos en encuentros con familiares y amigos!. ¡Cómo sufren la soledad del confinamiento los infectados, con la doble preocupación de si superaran la enfermedad y el temor de no contagiar a nadie! Y lo peor, ¡cómo sufrimos todos los casos más graves, sin que se pueda apretar la mano del moribundo y con la impotencia de esperar una llamada anónima que te diga “ya está”. No es una crítica a los sanitarios que hacen esfuerzos inhumanos para endulzar esta situación. Su recompensa no serán medallas como se han dado en algunas polémicas actuaciones policiales si no el reconocimiento social que cada día, a las ocho de la noche, reciben de la sociedad. Buena parte de nuestra escala de valores ha cambiado estos días. Quizás algunas puedan perdurar cuando se acabe la crisis y otras se evanecerán como los buenos deseos que nos damos por Navidad.