Una reflexión sobre la independencia de Catalunya

27/02/2013

Joaquín Pérez Azaústre.

No voy a empezar dando una opinión sobre la independencia de Catalunya, sobre su posible legitimación jurídica –aunque, por ahora, inconstitucional- desde un punto de vista de Derecho natural, como tampoco voy a hablar, todavía, sobre su más que discutible sentido de la oportunidad. Sí lanzo una pregunta: ¿qué territorio español nos parece lo más alejado, lo más opuesto, a los llamados nacionalismos históricos? No me refiero a regiones que no sientan también sus tradiciones, las vivan y las mimen, no me refiero a una falta de conciencia cultural, sino a la necesidad apremiante de poner esa identidad en el disparadero de salida de cualquier discurso. Una vez que escojamos, cada cual, la comunidad que nos sirva como ejemplo, imaginemos qué ocurriría con ella si durante treinta años de legislación y de gobierno autonómico se hubieran empleado todos los medios posibles, desde los contenidos educativos hasta la manera de concebir la lengua, para favorecer el sentimiento de una necesidad de independencia geográfica.

A nadie se le ocurre imaginarse una Andalucía, por poner un ejemplo cercano, subida al carro del independentismo. Ni siquiera a una Andalucía más próspera, mucho más rica industrialmente. Pero no pongamos la mano en el fuego por la sensibilidad de ninguna población: el relato de la Historia nos ha dado suficientes ejemplos de cómo una política perversa puede hacer germinar la versión más nociva de un pueblo apelando sus peores sentimientos. En el caso de Cataluña, a pesar de su historicismo o de la represión durante el franquismo, mis dudas se mantienen aún intactas, porque ese espíritu independentista de hoy, independientemente de su legitimidad o de su deuda más que probable con el descontento ciudadano, parece haber sido dirigido desde las estructuras del poder político. Y escribo poder político, y no poder a secas, porque el sector empresarial catalán es consciente del desastre que supondría la independencia.

Aunque sea inconstitucional -nada tan temporal como las constituciones, aunque la nuestra, tan imperfecta, nos haya traído treinta años de paz cívica-, nadie puede negar a ningún pueblo su derecho a asumir su propio destino. Otra cosa es cómo se resuelve el contrato de convivencia, como en toda relación, con la otra parte. Porque si bien es cierto que Cataluña ha sido crucial en el crecimiento orgánico de España, también España ha sido fundamental para el desarrollo estructural de Catalunya. La relación puede disolverse como cualquier sociedad, como un matrimonio: se suma el patrimonio, se estudia la aportación de cada parte y se divide proporcionalmente. Esto puede ser un futuro cercano, y desde el punto de vista jurídico, como enseña la Historia, no hay constitución que pueda mantenerse por encima de deseo y el Derecho de los pueblos.

La pregunta es: ¿se someterá la población catalana a la manipulación de la que está siendo víctima por parte del Gobierno de Artur Mas, para encubrir una gestión nefasta durante su último mandato? ¿Y desea realmente la independencia? Ésta es la pregunta, no si la independencia es legítima o no, con su carga histórica desde antes del Estatut con la República. La separación radical, enconada, enfrentada, entre el nosotros y el ellos, no está tampoco en el ahora, y puede ser –ya es- la semilla de una agresividad territorial abocada al abismo.

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