Luis Artigue y el Club La Sorbona

06/04/2013

Joaquín Pérez Azaústre.

Luis Artigue ordena una electricidad de los significados aparentes. Es un escritor abastecido de una red semántica de asombro, de pliegue y de repliegue, de una sensualidad verbal acometida en las esquinas limpias del lenguaje, en las cornisas amplias, circulares, de la fiesta nocturna que se afina hasta el desayuno clandestino, porque en él las palabras asociadas se encuentran en su propia latitud, que es salir de los márgenes del mapa para inventarse rutas de incandescencia líquida. He leído la práctica totalidad de sus libros –aunque quizá se me escape alguno- y tanto en la poesía, como en la novela, como en sus artículos y, lo que es más importante –o tanto-, en sus conversaciones, asalta siempre el brillo pendular de una erudición lúdica reconvertida en “red de sentido”. Quiere uno decir, con mayor o menor acierto, pero con absoluto conocimiento del tema, que tomarse una copa con Luis Artigue en la barra de cualquier bar de León o París es una experiencia literaria equiparable a leer a Antonio Gamoneda o Paul Verlaine. Sé que suena estupendo, pero lo es realmente. Y si los libros precisamente nos enseñan lo que ocurre en los márgenes del mundo, esa interacción con lo inasible, qué es un sorbo de vida sino la yema terca definida en un sabor de página.

Autor de libros de poemas como Tres, dos, uno, jazz (2006), Los lugares intactos (2008) y La noche del eclipse tú (2010) y las novelas El viajero se ha ido, como es lógico (2002), Las perlas del loco ventura (2007) y La mujer de nadie (2008), acaba de volver con su última entrega de desvarío lúcido, de equilibrismo narrativo con briznas de poesía psicológica: Club La Sorbona, editada por Alianza Literaria. En Club La Sorbona asistimos al nacimiento de un territorio literario que no es uno más: me refiero a Violincia, un espacio festivo y sensual, disparatado y singular, en el que las profesionales del amor pasajero y de la fantasía punitiva se alternan –de hecho, ha sido definida como “una novela negra, psicológica y de alterne”- con un detective al acecho de la flauta de Mozart, un santo curandero, un investigador contratado por la casa de subastas Christie’s y todo un escenario de festivas casa de lenocinio, santuarios eternos.

Con todo, la historia de una maestra republicana, instruida por el plan del ministro Marcelino Domingo, que durante la Guerra Civil logra salvarse impostando un acento extranjero y fingiendo ser traductora de idiomas que no conoce, publicando traducciones de obras clásicas que son, en realidad, su propia obra literaria, disfrazada de aquéllas, es una de las cimas de Club La Sorbona, con una humanidad rasgada en cada poro de esta mujer joven, expuesta a la intemperie solitaria, que haya su fortaleza, su resurrección sobre el paso soterrado de tiempo, en la pura imaginación de sus relatos.

Ha dicho Luis Alberto de Cuenca que “Esta atmosférica novela parece escrita en un arrebato de sofisticación verbal, de inventiva y de alegría”. Luis Mateo Díez asegura, muy acertadamente: “Humor inventivo y dinamitero dentro de ese mundo bien construido que es Violincia y alrededor de la inolvidable historia de una maestra de escuela que deja huella”. Sofisticación verbal y humor dinamitero –todo es sofisticación verbal en Luis Artigue, todo es un humor que dinamita-, pero también delicadeza trascendida, un conocimiento de la verdad humana muy anterior a él y una sutileza en el momento de exponer al personaje con su fragilidad. Ese riesgo amable de vivir, y esa voluntad de convertir la experiencia menuda de los seres cansados en la revelación luminosa y onírica, transparente y vital.

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