Los escritores y sus vidas

22/08/2013

Joaquín Pérez Azaústre.

Tendemos a juzgar al escritor por la obra. Estrictamente, la literatura se trata de eso: nuestra relación con el texto, con la cadencia o pulso de un estilo y su incidencia o su perduración como latido íntimo del mundo. Sin embargo, la obra es una cosa, y la literatura –o sea: sus protagonistas-, estando muy cercana, puede también ser algo diferente. Pienso ahora mismo, por poner un ejemplo, en Raymond Chandler: a mí me puede gustar mucho leer El sueño eterno, imaginando además a Humphrey Bogart y a una Lauren Bacall más felina que nunca en blanco y negro, pero también me apasiona saber si Raymond Chandler prefería el gin-tonic al gin-fizz o si tomaba, como Hammett o Fitzgerald en los años felices, los previos al derrumbe, varios dry martinis cada noche.

Me refiero al alcohol, pero estoy hablando de la vida. Me gusta saber que Gabriel Ferrater bebía ginebra Giró, y me encanta leerlo en un verso de David Mayor, como me sorprendió descubrirla, una noche tardía, en el bar de la Residencia de Estudiantes. Pero insisto: estoy hablando de la vida. De la existencia de los escritores, de cómo se relata. O sea: de esos otros escritores que dedican su esfuerzo y su talento a escribir por capítulos la biografía de otros, por oportunidad o fascinación. Pienso, por ejemplo, en el libro de Miguel Dalmau sobre Jaime Gil de Biedma, que tanto me acercó, después de haber leído su poesía, a la fascinación que él ejerció no solamente en sus compañeros de generación, sino también sobre los jóvenes poetas de entonces, los conocidos hoy como Novísimos, como figura referencial no sólo literaria y vital, sino también ética: esa ética rara de la vida, de cómo se la articula cada uno, a pesar de saber que nadie saldrá indemne. Me gusta imaginar a Jaime Gil de Biedma en la Calle del Infierno de Sitges o riendo con Bel, o también en un sofá de Boccaccio, tomando una ginebra, mientras escucha lacónicamente la proposición de un jovencísimo Serrat para musicar varios de sus poemas. Y todo esto me apasiona, además de por los amigos comunes a lo largo del tiempo y los encuentros, porque he podido leer su biografía.

Como con las traducciones, soy un decidido defensor de las biografías. Me gusta todo aquello que me hace llegar a un escritor, que me ayuda a entender una psicología, su fragilidad y su abandono, su coraje y su fuerza. Me gustan las biografías y prefiero leerlas en verano, como la estupenda de Antonio Rivero Taravillo sobre Luis Cernuda.

Cuando me asomo a ellas, poyado por las obras, los escritores que admiro se vuelven verdaderos “compañeros de viaje” y siento que al final de la barra, en ese mismo bar, podremos entendernos en la conversación ancestral e invisible de las horas perdidas.

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