Recuerdo de Víctor Jara

18/09/2013

Joaquín Pérez Azaústre.

Camina Víctor Jara por su voz visionaria, camina por un ámbito del cielo que no se ha resignado a la humareda extinta de los sueños y de las aspiraciones perdidas. Sigue en la memoria viva de Joan Jara, esa mujer fuerte, más endurecida por la vida, que además de escribir el maravilloso libro Víctor Jara. Un canto truncado, traducido a trece idiomas, ha mantenido estos cuarenta años una actitud vital de reivindicación cívica y cuidado de la figura de su marido que ha fructificado en su consenso público. Porque, salvo para una minoría de fanáticos, en Chile nadie duda que Augusto Pinochet fue un dictador genocida, responsable de unos asesinatos masivos y cruentos, aumentados por las torturas y por la represión posterior, que hundió el país en un clima de terror que ahora, en realidad, nos parece lejano, pero que fue real hace muy poco.

El riesgo es olvidar, y pensar que se ha hecho justicia de algún modo. Que ya hemos llegado a alguna parte. Y hemos llegado a alguna parte –ahora la juventud chilena parece algo más concienciada que hace años, cuando la educación individualista auspiciada por Pinochet acabó con cualquier resto de solidaridad social en la población-, pero no se ha hecho justicia. Seguramente nunca pueda hacerse del todo, pero mientras uno de sus asesinos siga viviendo con impunidad en Estados Unidos, sin que el Gobierno de Chile pida su extradición y se haga efectiva, para que pueda ser juzgado y condenado por sus crímenes, algo seguirá sin resolverse. Queda la estupenda Fundación Víctor Jara, queda su recuerdo y sus palabras, quedan sus canciones y sus versos, como los que escribió en el Estadio Chile –hoy, Estadio Víctor Jara-, de su último poema: “Somos cinco mil / en esta pequeña parte de la ciudad. / Somos cinco mil / ¿Cuántos seremos en total / en las ciudades y en todo el país? / Solo aquí / diez mil manos  siembran / y hacen andar las fábricas. / ¡Cuánta humanidad / con hambre, frío, pánico, dolor, / presión moral, terror y locura!”. Queda su hija Amanda, y aquella canción, Te recuerdo Amanda, que es una belleza de la emoción más tierna y cívica de un pueblo.

Queda mucho, hoy, de Víctor Jara: su dignidad y su talento, sus montajes teatrales, sus canciones, y la más hermosa aspiración: que una sociedad pueda regenerarse en la cultura, que pueda reinventarse su destino con sus limpia argamasa de futuro. Víctor Jara sabía que la poesía podía salvarnos de nuestras peores sombras, que había que distanciarse del horror y del miedo para alcanzar la costa de alguna libertad.

Hace cuarenta años, Víctor Jara fue detenido, tras el golpe de Estado, y salvajemente agredido: tras la última autopsia de sus restos, se encontraron más de treinta fracturas óseas. Uno de sus torturadores declaró que le habían cortado las manos antes de asesinarlo: una gran metáfora, terrible, de cómo los golpistas odiaban y temían a este hombre sencillo, humanísimo, nuestro, que había convertido su guitarra en la expresión de un sentir colectivo. Hay que recordarle: su generosidad, su coraje. Su visión social. Hoy lo necesitamos, seguramente más. Porque no hemos llegado a ningún puerto, los abusos continúan y quizá hemos olvidado el final de Las uvas de la ira, de Steinbeck, cuando la madre dice: “Sobreviviremos, porque somos la gente”.

Porque somos la gente, y porque seguimos estando solos ante tantos crímenes sociales, amparados ahora por legalidades difusas, seguimos requiriendo la presencia espumosa de Víctor Jara, el hombre, como un gran mural viviente de América Latina: porque todo el dolor, con su fragilidad y su arrojo, vive en esa voz quebrada al recordarnos que, al salir de una fábrica, en cinco minutos, también para nosotros, la vida es eterna.

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