“La lluvia”, de Antonio Rivero Taravillo

28/04/2014

Joaquín Pérez Azaústre.

La lluvia es la cortina de una salvación, su repliegue poroso en la conciencia de un mañana posible. La lluvia es el título del último libro de poemas de Antonio Rivero Taravillo, nuestro moderno homme de lettres español: porque lo hace todo, y todo lo hace bien, con esa sobriedad que atempera el talento, que le da su tensión matizada y serena. Autor de una novela recientísima, Los huesos olvidados, con Octavio Paz, George Orwell y el frente de Barcelona con la crisis del POUM, Rivero Taravillo ha afrontado retos tan proteicos como traducir la poesía completa de Yeats o escribir la mejor biografía en español de Luis Cernuda, además de ir puliendo una obra propia, entre otras tantas proyecciones de su ser literario, en el amparo del compañerismo entendido como brillante generosidad. Ahora nos ha ofrecido La lluvia, esta lluvia que nos trae la caricia poética del futuro reciente, pero también del paso acuoso de los días que miramos con tiento, con una melancolía recortada por el distanciamiento natural.

Ya en su poema “Temporal” tenemos una contención poética, esa palabra exacta que sostiene el contacto entre la realidad: “Lluvia: / árbol genealógico de la vida, / empapadas dinastías / del recuerdo que vuelve; / ciclo y surco, perímetro mojado / del horizonte curvo de una gota”. También en su poema “La lectura” nos dice que “Por la rendija, el aire / quiere morder la página, / y se lo impide / el ceñido bozal de la ventana”. Estamos en la sombra más sutil, en ese crepitar del papel abatido bajo tinta invisible. Pero también en la elegía de otro tiempo, como en “Nueva borrasca antigua”, cuando la Jane compañera de Johnny Weissmuller nos seduce en “El tamtam de lluvia”, recordándonos esos bosques antiguos en que Tarzán vibró, entre las aguas de ríos africanos, mientras Mariano Medina se ajustaba los “punzantes colmillos” de una tarde perfecta, en que acertó “todos los pronósticos del tiempo” un “día gris / de 1970”.

Pero además del canto, también tenemos la extrema contención oriental: “Tronchados caen / los troncos de bambú: / Charcos de astillas”. O el muy machadiano –por Antonio- poema “Mitad de octubre”, en el que leemos que un Día de Difuntos “En las tumbas los líquenes / roban su nombre a los muertos / y se desposan con la piedra / escribiendo a su antojo el epitafio, otros linajes, fechas diferentes”. La vida y la muerte, pero también la observación minuciosa de la realidad, como en “Cuarteto de viento”, con un vendaval dirigiendo las notas de unos músicos callejeros, con el lector como público, sí, pero también como destinatario colectivo de un mensaje cifrado, justo cuando “Las cuerdas del pentagrama restallan / llevando telegramas confundidos”.

Poesía como revelación de intimidades pequeñas, pero resplandecientes, como ese poema en que los dos albornoces se rozan tras la puerta del baño, algo que también sucede con las gabardinas debajo de la lluvia, cuando componen “una sinfonía de frufrú al rozarse, / un sisear que es reclamar silencio”. Si queremos leer bajo la lluvia, si queremos sentir ese charco infinito que es la avenida de agua, deslizarnos sucintos, pero también al acecho de cierta plenitud, estacionada y pulcra bajo cada palabra, la poesía de Antonio Rivero Taravillo es una introspección hacia nuestro mejor diálogo interior.

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