El invierno de un seductor

20/01/2015

Luis Sánchez-Merlo. ¡Esa obsesión con que la vida es una mierda! ¿Y qué? ¡Saberlo no arregla nada, lo empeora!”

luisssHe aquí una muestra de la ideología estrafalaria de Jack Nicholson,  que ha dejado en nuestro inconsciente un repertorio de muecas, miradas y gestos que lo convierten en patrimonio cinematográfico para quienes le admiramos, por esa enorme capacidad de meterse hasta el tuétano de sus personajes o moverse como pez en el agua entre los internos de un manicomio.

Hace algunos veranos, Diandra y Michael Douglas nos invitaron a una cena en la finca que tienen en la costa norte de Mallorca, s’Estaca, cien hectáreas al borde del mar, en el término de Valldemossa,  que perteneció en su día al Archiduque Luis Salvador de Habsburgo quien se la regaló a la que fuera su amante, una campesina mallorquina, Catalina Alomar.

En aquella ocasión -once de agosto del 92- coincidimos con Jack Nicholson, figura destacada en mi galería de mitos, con su mirada desconfiada, sus gafas negras desafiando la noche, ese aire pretendidamente distraído y una sonrisa predispuesta a la seducción.

Allí, en Mallorca, Michael y su padre, Kirk, habrían sellado la paz, después de que el hijo le birlara al progenitor los derechos de «Alguien voló sobre el nido del cuco», privándole del papel protagonista. Desencuentro al que Michael puso fin con aquello de «probablemente he heredado la energía de mi padre, su stamina».

Por eso, la presencia esa noche de Jack, servía también para cerrar el círculo. Porque Nicholson había aceptado –encantado- el papel del rebelde McMurphy, en aquella película de época, –por mucho que fuera plato de segunda mesa- después de que Marlon Brando, Gene Hackman y Burt Reynolds hubieran declinado la oferta y a pesar de que aquello le exigiera encerrarse en un manicomio -durante los quince días previos al comienzo del rodaje- para estudiar el comportamiento cotidiano de los enfermos.

Cuando lo conocí -en aquella noche de tumbet, cocarrois y trampó– el mafioso Charley Partanna de ‘El honor de los Prizzi’ acababa de regresar de los Juegos Olímpicos de Barcelona, donde había asistido a varias competiciones junto a Michael, Irene Papas –compañera de reparto del siempre tenso Kirk Douglas, en The Brotherhood’ (‘Mafia’ en la cartelera española)- y Pat Riley, el padre del baloncesto espectáculo, entrenador de los Knicks y -en su etapa como coach de los Lakers- amigo íntimo de Nicholson

Aunque nos lo presentaron con esa impostura con la que algunos se codean con las celebrities, pronto nos sentimos cómodos, como si realmente fuéramos viejos amigos. Y es que de cerca, las leyendas adquieren una naturalidad que a veces desconcierta.

Desinhibido y locuaz –recordando a Melvin Udall, el escritor malhumorado y maníaco que evita las rayas de las baldosas de la calle, en esa obra maestra de la vida que es ‘Mejor imposible’– venía contento de Barcelona y hablaba complacido de lo que allí vivió, incluido el silencio plácido de la ciudad durante los Juegos.

No obstante, resultaba difícil sostener la conversación no sólo por lo que costaba hacerse a su acento -que sonaba al del abogado alcohólico George Hanson al que encarnó en ‘Easy Ryder’– sino porque la cháchara se veía interrumpida por quienes se acercaban a fisgar, a lo que había que añadir sus continuos desplazamientos  a uno de los diez baños con que cuenta la casa.

Pero al tercer viaje ya sospeché que aquellas visitas al reservado, tenían que tener su truco: o bien Jack andaba con la próstata averiada o quién sabe si lo que se le había perdido en aquel baño unisex era tantear a quien por allí se acicalaba. Algo propio de un gran seductor, como él, de un mujeriego de su talla.

Pero no, no era nada de esto. Pronto comprendí que ninguna de esas conjeturas se tenía en pie. Y es que Jack, que apenas probó bocado, encadenaba un gin tonic con otro, combinando la priva con una secuencia de latigazos de botica que lo mantenían despierto, divertido y facundo. Y así, entre idas y venidas –barcollando- fue consumiendo la noche hasta que la amanecida lo retiró a la suite árabe, sin que se hubiera quitado en ningún momento aquellas angustiosas gafas.

Han pasado más de dos décadas de aquello y Nicholson no ha vuelto a Mallorca. Recluido en su mansión -en la Mulholland Drive, en las colinas de Beverly Hills (California) que perteneció al gran Marlon Brando, del que Jack se considera heredero, admirador y deudor- rara vez sale ya de casa para saraos sociales mientras se queja -a estas alturas de la película- de no haber tenido suerte en el amor, asegurando, con desparpajo, que le espanta la idea de no llegar a vivir un último romance. Mientras, amuebla su tiempo con  rutinas: dormir hasta la una del mediodía, dar unas bolas de golf, echarse la siesta y ver una película en casa.

Y aunque no está claro que padezca alzhéimer, parece que su incapacidad para memorizar guiones –como prueba el hecho de que no se le haya vuelto a ofrecer ningún papel- podría estar evidenciando algunos de los síntomas de este azote.

Pero el busilis vital de Jack hunde sus raíces en uno de los capítulos más duros de su propia vida, a raíz de una equívoca situación familiar, que se aclaró al descubrir que la que -desde niño- había creído era su hermana mayor, en realidad era su madre, papel que había sido suplido por su abuela durante toda su infancia. Su padre –al que después vería una única vez- abandonó el hogar para que no le acusaran de bigamia. Un trauma duro de roer, pero que le sirvió, sin duda, para enfrentar la vida.

Un guion de película para una vida real, la suya, cuyo reflejo tal vez flotara en algunas secuencias de la oscarizada ‘La fuerza del cariño’, con Jack en el papel de Garrett Breedlove. O quizás en A propósito de Schmidt’ esa joya de su carrera en la que encarna a Warren, un jubilado viudo que quiere evitar a toda costa que su hija se case.

A sus 77 años, Jack Nicholson, que se lo ha bebido y fumado todo -por no hablar de otras pasiones privadas- pendenciero, trabajador incansable, hedonista y maníaco, conserva las huellas de una vida golfa y al límite, plagada de conquistas, broncas y juergas.

Pero la capacidad de seducción -de quien ha convertido el histrionismo en virtud- ha comenzado a desfallecer y después de una vida desmelenada ahora se toma la muerte (‘la guadaña de la señora’) como una gran fiesta final. Así que ha empezado a ensayar lo que tantas veces le ha tocado hacer con sus papeles, unjack: deshacerse de Jack.

Las pocas personas que lo visitan lo encuentran -sin perder esa mirada terrible y la sonrisa burlona- confuso, desorientado y triste. Y no quiere morir solo, por lo que es posible que aparezca una enfermera, voluntaria, dispuesta a traerle, cada mañana, el vaso de leche con el que arranca el día para aliviar sus molestias de estómago, como ya hiciera Diane Keaton, su otoñal compañera en la deliciosa ‘Something is gotta live’ (‘Cuando menos te lo esperas’), en la que ya no interpretaba, simplemente se limitaba a ser él mismo; alguien que aún conserva intacto su sentido del humor como cuando hace poco afirmaba no separarse de sus gafas oscuras porque sin ellas sólo “era un gordo setentón”.

 

 

 

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