Casillas, fin de época

10/07/2015

Joaquín Pérez Azaústre.

Para José I de La Latina, que sabe hablar de fútbol

Íker casillas abandona Madrid con el fin de una época. Todo atleta que vive en su consagración permanente de flashes, objetivos zumbones y tropel panegírico, ha de entender que en algún momento su luz declinará, bajo el ocaso honesto de las hemerotecas. Las viejas crónicas deportivas nos cotejan el aire de los tiempos con su respiración, y discutimos si Zamora era mejor portero que aquel “rubio Platko de sangre” que cantó Rafael Alberti. Ahora, cuando sólo la erudición futbolística recuerda al gran portero nacido en Budapest, cancerbero total del Barcelona, seguramente somos muchos más, aunque tampoco tantos, los que seguimos leyendo a Alberti bajo la sombra alargada de su Arboleda perdida. Pero ahí queda Platko, en su oda y la vida, con una distinción sobre el silencio, porque una voz poética decidió preservarlo del olvido.

Todo deportista de élite se enfrenta a esa vida breve del tono muscular, los reflejos curvados por el sol de una edad: antes o después, cualquier cuerpo guerrero reclama su descanso. Pero para el portero Íker Casillas, al que no vamos a glosar aquí –ya ha tenido suficientes cantores de gesta los últimos quince años, desde que debutó con el primer equipo del Real Madrid hasta que ganó, con su parada límite ante Robben, la final del mundial de Sudáfrica-, el asunto no estriba en su terminación, sino en la ondulación de la marea espuria de la grada, que tiene sus relente neroniana en el fácil manejo de la plebe. Después de haberlo ganado todo en su equipo con unas cuantas paradas milagrosas -San Íker, le llamaban en el Bernabéu-, llega un entrenador y, tras algunas campañas más que buenas, comienza a filtrar la idea de que Casillas no es el mismo, que otro –Adán, que de ahí pasó a portero titular del Betis en 2ª-, es mejor. Después, cuando se recupera, se dice que aunque tiene el alta médica, le falta el “alta competitiva” –qué papelón de Aitor Karanka, ampliando el diccionario deportivo-, que era algo así como afirmar, sin decirlo, que no está psicológicamente preparado para volver a jugar. Así lo dejaron luego: tocado, aunque no hundido, porque algo en esa psiquis se rompió, sobre todo cuando comenzó a escuchar insultos y pitidos de la misma hinchada que le aupó, que le llamó San Íker, que fue el aire templado de su inspiración.

¿Qué había sucedido? Ante la apabullante superioridad futbolística del F. C. Barcelona de Guardiola, José Mourinho, aquel tipo tan arrogante como malencarado, había tiznado el Madrid-Barça de una agresividad inadmisible, acabando en aquella gresca monumental que le llevó a meterle el dedo en el ojo al fallecido Tito Vilanova. Y todo esto, bueno es recordarlo, bajo la protección de Florentino Pérez. Casillas, amigo de Xavi desde las categorías inferiores de la selección, le llamó por teléfono, como a Carles Pujol, para frenar una marrullera belicosidad que se les estaba yendo de las manos.

Quizá no calculó Íker Casillas que José Mourinho –junto a su valedor Florentino Pérez- necesitaban el tumulto callejero, la riña tabernaria, para desestabilizar el juego de aquel Barcelona. Por eso no le perdonaron aquella llamada ninguno de los dos, y se emprendió después, subrepticiamente, una campaña de intoxicación contra él. Otra afición quizá no se habría dejado influir por un entrenador que parecía un agente provocador de pelea discotequera o por un presidente tan amigo del divismo planetario.

Pero la grada, ay, la grada. Manipulable y fútil, una parte de ella se volvió contra el portero, por entender el sentido del deporte de competición en su natural nobleza. Creyeron sus patrañas, y así empezó el calvario millonario de Casillas y su desencanto.

Con él termina una época, el mundo ya perdido de las categorías inferiores y la entrega a un escudo. Casillas se va al Oporto para cuidar el don de sus manos despiertas. Regalará al recuerdo sus últimas paradas, para así perdurar en su propia elegía.

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