Jerónimo Salinero, bajo el árbol sagrado

29/01/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Un hombre nace y vive, y ahí tienes un mundo. Un latido único, una relación sensorial con el tiempo y sus usos, con la costumbre de sus materiales convertidos en revelación del recuerdo. Si la gran poesía es verdad, tamizada por una voz corpórea, que es su propia entidad emocional y física, con su propia memoria de ese cuerpo, de la naturaleza de los ritos vueltos densidad de eternidades, Memoria vertical, de Jerónimo Salinero, es el testimonio de esa misma verdad y esa plenitud de sencilla belleza. Toda la poesía de Jerónimo tiene una entidad tangible que se impone, consciente de la forma y su deslizamiento, de su peso de horas y su peso real, como esa misma cuerda que se inclina, se retuerce, nace, muere y vibra en esa llama viva de sus cuadros recientes. La poesía de Jerónimo es acumulativa, se nutre y se sustenta por el vapor litúrgico que sucede a la celebración natural de vivir, lo mismo ante un olivo, ante un trozo de pan esculpido en la mesa o la propia visión sobre el espejo que reconoce los pies descalzos bajo el agua. Porque estos poemas pueden amasarse, tocarse y respirarse, los podemos vestir y también habitar, como ese mismo Miedo inaugural que da comienzo al libro: el pavor infantil ante el martirologio en el libro de santos, que es la anticipación al temor de crecer, el espanto durmiente al final de la noche, en todo amanecer suplicante de frío.

Tensión material, sí, como conquista propia, en ese territorio que se acota ante el limbo de las sombras dispersas. Porque Jerónimo Salinero siempre ha sido pintor, con su lenguaje y su figuración, tangible y ósea, maleable, pero este no es el libro de un pintor, ni siquiera de un pintor-poeta: este es un libro de un poeta, poeta. De un poetazo. De un hombre que carga con todo el equipaje de una vida –ligero, dice en su poema Próximo a Dios, en evidente referencia a Antonio Machado- y la transfigura en visión refulgente del mundo, en íntima verdad de un presente acotado desde su nacimiento, que se ofrece en los ojos cristalinos del mar que lo lleva a la tierra, con el barro en las manos, su frecuencia de cántaros, la madera en las plantas de raíces sonoras bajo el viento de tarde. Un hombre que se enfrenta al abismo propio de vivir, que contempla el segmento de los días que ya no duran tanto, de esas geografías En la orilla oscura de la noche, cuando empieza a mirarse fuera de las historias que dejará a los otros. “¿En qué lugar de este malherido cuerpo / está la juventud que viví?”, se preguntará entonces.

Aún le queda el temblor, su frágil fortaleza al mirarse a sí mismo: “Soy en este momento / un residuo tenaz, podrido entre otros restos, / que se resiste al escombro”. No hay apatía aquí, sino convencimiento del camino a seguir, del lastre de los días y su peso de hojas. Se aventura también un horizonte, la bruma disipada en la espesura grácil, mientras el hombre encuentra el sentido total de la existencia en su tiempo vivido: igual que en el Rescaño de pan –uno de los poemas más extraordinarios de este libro, en el que hay unos cuantos poemas extraordinarios-, en el que el poeta ve “(…) el arador, / el surco, el grano, / y el germinar. / También la complicidad de la grama, / el granizo hiriente, / la lluvia que espera ser bebida, / el relente de la noche, / la inseguridad bajo el cielo / y el abrazo intermitente de la hoz”. Todo esto ve Jerónimo en un pedazo de pan: la vida, con su respiración, en sus ciclos antiguos y heredados.

Verdad fundacional de toda la existencia, como en el gran poema Origen -“El mar se abrió / como el vientre de un rey”-, hendido en el comienzo y el ocaso de todo devenir, el líquido amniótico para la creación. Poemas largos y cortos –“Un poema breve / es como el ladrido de un perro / exhausto de huesos”-, diálogo consigo mismo y con el resto, con amigos ausentes y presentes, desde un existencial Derecho a la pereza hasta el hermoso diálogo con su nieta Alicia, contando lo que cada uno de los dos trae a la vida ahora mismo –“Yo traigo hojas mustias / que revolotean, caídas / del árbol de mi cuerpo”-, hasta joyas como Pequeñas cosas y Olivos. Como el libro nos conduce, nos guía, nos orienta, como esa misma cuerda tensada y destensada de la inmersión vital, llegamos al poema Mañana a olivas, de una gran belleza no sólo rural, o natural, o paisajística, o costumbrista, sino con su verdad filosófica en la gota de oro del aceite: esa misma gota nos contiene, como al “(…) sumiso galgo, tumbado / que no caza”, porque también nosotros nos hundimos en la contemplación de nuestra propia esencia.

“Todas estas y más cosas / son una sola gota de aceite”, dice el poeta. Porque era esto, después de tantos libros era esto: Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, José María Fonollosa o Rodolfo Serrano, toda esa “difícil sencillez” reconvertida en tablas de la ley natural, de saber escuchar la corriente sanguínea de las horas, esa oxigenación ancestral de la tierra. Todas estas cosas y más cosas pueden encerrarse en un poema, con su fermentación secuencial de las horas que han sido vividas en honda plenitud.

Si “Sólo hay vida en la respiración / de un animal que sueña”, nosotros respiramos la profundidad de estos versos, como el testimonio tallado que se vierte en el fuego púrpura de la tarde, con la suavidad brillante de los brindis y de las confesiones. Un nacimiento cíclico, con su celebración bautismal de las uvas doradas, en sus rezos callados, tras la oración despierta de los días en que la realidad se ha extendido otra vez en el lienzo, asombrado y poroso, de la piel refulgente en la orilla arcillosa. En la poesía de Jerónimo Salinero, con la serenidad dulce de una plegaria, seremos la memoria dentro de su corteza, llenaremos el hueco de la conversación entre el tiempo y nosotros, bajo el árbol sagrado, con el fruto maduro y la luz de la espiga en el vaso de vino.

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