Creed. La leyenda de Rocky

07/02/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Necesitábamos ver de nuevo a Rocky sostenido en la lona, lanzándose al abismo de su demolición. Ningún otro personaje de la cultura popular, en los últimos cuarenta años, ha tenido un arraigo semejante en la siempre volátil conciencia colectiva. Lo hemos visto imponerse a todos los pronósticos, a base del batido matinal de seis claras de huevo, con su carrera hasta desfallecer subiendo la escalinata más alta de toda Filadelfia; lo hemos contemplado encadenando los chistes más malos de la historia para ligar con Adrian, hemos desfallecido ante su extenuante plan de entrenamiento y, sobre todo, hemos descubierto que lo importante no es cómo la vida viene y te golpea, sino tu resistencia ante los golpes. Rocky derrotando a Apollo Creed, para caer después ante Clubber Lang y también conseguir, ahora ya con Apollo como preparador, sobreponerse a su debilidad. Rocky, incluso, en pleno ocaso azul de guerra fría, vengando la muerte del propio Apollo Creed sobre la lona y venciendo a Iván Drago, en el corazón de una Unión Soviética que también le aclamaría, con Gorbachov levantándose y aplaudiendo al campeón del american way. Ahora, tras su anterior entrega, cuando regresó para pelear por el único aliento de roca en carne viva contra el paso del tiempo, Rocky Balboa vuelve, aunque ya no compita, para librar un combate aún más antiguo: el de la final fragilidad, con la fuerza interior de cualquier hombre luchando contra el cáncer.

Pero mientras, entrenará a un muchacho desconocido que llega a su restaurante, donde vive tranquilo y retirado, y le sorprende recordándole sus propias historias con Apollo, sus leyendas privadas, que sólo el propio Rocky y el ya fallecido Apollo Creed podían conocer. Porque el chico es Donny Creed, el hijo natural de Apollo, que ha ido a Filadelfia a que Rocky le entrene y le convierta en digno portador del legado del padre.

Y Rocky vuelve mucho más humano, envuelto en su soledad, ante el precipicio de un espacio sin sus protagonistas. Adrian ya murió: como su entrenador, Mickey, como el propio Apollo y también como Paulie, seguramente el cuñado más pesado de la historia y el menos entrañable, pero un cuñado al fin que le ofrecía los lomos de las vacas colgados de sus ganchos en el congelador para que el primer Rocky se entrenara con ellos, golpeando sus costillas hasta llenarse los nudillos de sangre. Nada queda, salvo las paredes de su restaurante, cubiertas de las fotografías de los viejos combates, los brindis ya olvidados, las frases que quedaron en la suave promesa de los días felices.

Rocky ahora está envejecido y solo. Pero llega este muchacho, hijo póstumo de Apollo, que sólo ha conocido el recuerdo del padre a través de relatos sobre sus combates épicos con Rocky. Y le empieza a entrenar mientras le envuelve en su poderoso recuerdo. La nueva lucha se bifurca entre la preparación del combate del joven Creed y las sesiones de quimioterapia que van minando el cuerpo musculoso de Rocky, hasta volverlo mucho más menudo, ya casi un nuevo Mickey con la piel cuarteada por un tiempo cortante en el que Rocky también podrá templar, de nuevo, su vieja fortaleza.

Gran película, como una elegía que contempla el recuerdo mientras forja, también, la plasticidad y la música natural del futuro: porque sigue la vida con su reto cambiante, nuevas heridas y otras contracturas. Grande ver a Rocky envejecer de pronto, con toda su estatura de recia dignidad, y descubrirle de nuevo en su esquina del cuadrilátero, ahora para animar el gesto de un muchacho que ha viajado al pasado para encontrar un padre.

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