«Los cuatro jinetes de la insolvencia empresarial»

15/05/2016

José Ramón Couso.

La crisis económica, cuyos coletazos finales aún no se vislumbran y que de un momento a otro podría rebrotar, se ha llevado por delante a muchas mujeres y hombres, familias españolas, profesionales y autónomos, pero, no olvidemos que también ha arrastrado hasta la ruina, de forma irremisible, a parte de nuestro tejido empresarial.

¿Estábamos abocados a asistir, impertérritos e impotentes, a la desaparición definitiva, a la liquidación, de miles de empresas? ¿Era inevitable esta apocalipsis empresarial? ¿Faltó el “fresh money” de inversores y bancos, por ausencia de garantías legales o del sistema legal? ¿Estaban esas empresas, ahora liquidadas, en el sector equivocado, en el momento más inoportuno o, sencillamente, eran insolventes de forma irremediable?

En cualquier economía desarrollada, cuando la salud financiera de un empresario, de una fábrica, de una multinacional o de un pequeño taller de chapa y pintura, tiene problemas para pagar a sus acreedores, cuando anda justo de liquidez y sus achaques financieros se multiplican, cuando su salud financiera empieza a torcerse, es obligado acudir al “médico especialista”, no al curandero contable, ni al brujo tribal usurero del equipo médico habitual: en otras palabras, se hace indispensable acudir a las temidas reglas del llamado Derecho Concursal.

En efecto, como hemos visualizado, en caso de insolvencia empresarial, esperada o súbita, fortuita o culpable, si los recursos propios devienen insuficientes para paliar el impago generalizado y los acreedores acechan expectantes, el único remedio legal prescrito para mitigar responsabilidades de administradores y propietarios y evitar cruzar la línea roja de la sacrosanta limitación societaria, resulta inevitable la aplicación de la normativa concursal o de los paliativos preconcursales.

Abusando, de nuevo, del símil sanitario, si el sistema público de salud empresarial se evidencia insuficiente y las urgencias de solvencia hospitalaria se colapsan por no utilizarse para lo que fueron creadas, en caso de declarada e incontrolada pandemia de iliquidez y de depresión entre los servidores públicos judiciales, en otras palabras, si el rígido circuito judicial elude con regates procesales las alternativas a la muerte empresarial, en tal caso, “Houston, tenemos un problema”, un grave problema.

Hay muchos que opinan que el sistema legal español, en exceso garantista, ha sido un obstáculo dinosáurico, quizá no el único, para salvar lo salvable, viabilizar lo viable, evitar que se vierta por el sumidero el ‘know how’ empresarial y dilapidar mucho talento, experiencia y empleo.

Por cada empresa viable que no hemos sido capaces de recuperar, si es que ello hubiera sido posible, hemos perdido un irrepetible factor productivo y un agente generador de riqueza, pero, además, se ha iniciado un complejo iter jurídico-procesal, de lenta y costosa conclusión, que ha abocado a la mayoría de las  40.000 empresas concursadas desde 2004 a su desaparición.

Cuando nuestro Congreso de los Diputados aprobó en 2003 por unanimidad la actual y flamante Ley Concursal, se ponía de manifiesto la necesidad de dar respuesta, en tiempos de bonanza, a las situaciones de insolvencia empresarial y remozar una fernandina legislación decimonónica, inadecuada de todo punto para solventar los problemas empresariales del s. XXI.

Todo pintaba bien para la insolvencia empresarial en aquel final de la IX Legislatura; tras un prolongado tiempo de ‘gracia’ previsto para facilitar la asunción de las novedades legislativas, la creación una nueva categoría de jueces especialistas (los jueces mercantiles) y una regulación unificada para las insolvencias por primera vez desde hacía siglo y pico, nacía a la vida real la nueva legislación concursal en septiembre 2004.

Ese esperado nacimiento denotaba una inequívoca convicción legislativa y, con la vista puesta en esos días, nos parece que asistimos a un dulce momento.

Sin embargo, 2003 no fue en España año de consensos, sino de chapapote en las Rías Altas y de foto en las Azores, lo que no obstó para alcanzar la unanimidad parlamentaria, hoy inédita, para derogar la vieja legislación de quiebras y suspensiones de pagos que, aunque de forma parcial, seguía vigente desde 1.829.

Desde aquél venturoso septiembre de 2004 en que empezó a aplicarse la legislación concursal, esta rama del Derecho ha sufrido una poco previsible y vertiginosa cadena de modificaciones iniciada a finales de marzo de 2009; en ese momento, el entonces Gobierno Zapatero evidenció la necesidad innovar en materia concursal y posibilitar mecanismos alternativos al juzgado para abordar los problemas de solvencia empresarial; así se introdujeron los acuerdos de refinanciación protegidos legalmente y el llamado pre-concurso.

Mucho ha llovido desde entonces y la Ley Concursal ha sufrido no menos de quince reformas sustanciales.

Las víctimas de esta inestable verborrea legal, paradójicamente, son sus protagonistas, quienes han visto cambiar en demasiadas ocasiones las reglas del juego.

Esta profusión de cambios legislativos no han impedido la debacle concursal, cuyo inevitable resultado ha sido encajonar hacia el chiquero de la liquidación definitiva a más del 90% de las empresas que acuden de manera obligada a la vía judicial; este triste resultado debe tener algún responsable, aunque sea en términos dialécticos, no penales, ni civiles, ni aún políticos.

En esta desabrida primavera política de 2016, sabedores de la actual situación del patio nacional, no parece baldío buscar motivos para evidenciar la marcha procesal de muchos expedientes concursales que se eternizan y apolillan en los juzgados, mientras la vida real discurre al margen.

Habrá que sospechar la existencia de una cuarta dimensión empresarial, la judicial, para justificar la longevidad de interminables litigios cuya primigenia justificación era satisfacer el derecho de cobro de los acreedores y viabilizar la continuidad de las empresas insolventes, pero cuya causa original sucumbió enredada en los nudos del espacio/tiempo legal.

El mismísimo Charles Darwin ardería en deseos de analizar los juzgados mercantiles de algunas capitales españolas para corroborar su teoría evolutiva, y comprobar cómo los “picos de sus pinzones” se arrugan y desdibujan ante los recursos de abogados, administradores concursales, deudores concursados y abrumados juzgadores.

La evolución legislativa, remozada una y otra vez en el último quinquenio, se enfrenta con la involución procesal y la irremediable extinción darwiniana, corolario de la ineficiencia del sistema procesal.

Los cuatro protagonistas del inestable tablero concursal, a saber, jueces, acreedores, administradores concursales y deudor empresarial en concurso, son jinetes y víctimas que asolan el territorio empresarial y litigan entre sí, con un irrisorio efecto líquido, a la par de, provocar, con frecuencia, otras víctimas, desaparecidos o lisiados, en el combate concursal.

Por extraño que parezca, este panorama judicial continuará largo tiempo, hasta que, uno a uno, se concluyan los postreros e infructuosos trámites de estos expedientes cuyo resultado económico para acreedores y empresas no tiene razón práctica.

La esperanza para soslayar la insolvencia empresarial pasa por evitar el Juzgado y ahondar en los mecanismos alternativos, facilitar la refinanciación y acompasar los intereses de acreedores y deudores, aunque ello parezca contradictorio, con una legislación que continúe avanzando en esa línea.

José Ramón Couso

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