Mirlo blanco, cisne negro

09/12/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Ni mirlo blanco, ni cisne negro: Juan Manuel de Prada es el albatros que soñó Baudelaire, remontando su vuelo desde la oscuridad. Desde que publicó su primer libro, Coños, Juan Manuel de Prada habita un territorio propio, un mundo abigarrado de turbiedad y de luz, de metáforas álgidas y serpenteantes con filtros de sentido, personajes nudosos, profundamente humanos y cambiantes en esa senda angosta y tenebrosa que, al final, casi siempre conduce a un lugar solitario. Entre su primera novela, Las máscaras del héroe, en 1996, sobre el mundo escabroso y brutal, encendido y salvaje, de la acuchillada y tierna bohemia en el Madrid de principios de siglo, hasta El séptimo velo, de 2007, su mirada más europea sobre los pozos nebulosos de la memoria y la culpa, con el olvido como una posible redención de la sobrevivencia del espíritu, se sucedieron La tempestad, que fue Premio Planeta, Desgarrados y excéntricos, un tratado sobre escritores malditos, entre el modernismo y el sablazo, que podría leerse no como continuación, pero sí como ampliación del campo de batalla ya desarrollado en Las máscaras del héroe, y un libro inclasificable, puro de iniciación en la literatura y en la vida, con la autoficción reconvertida en una auscultación sobre el mundo cambiante de las pasiones librescas, a partir de la búsqueda de la poeta Ana María Martínez Sagi, tras el rastro esbelto de fotografías de época, titulado Las esquinas del aire, con Pere Gimferrer como personaje, en un retrato pleno de dignidad y humor, de altura lírica, del autor de Arde el mar y, más recientemente, de su libro No en mis días. También en esa, digamos, primera etapa de Juan Manuel de Prada, brilló la novela La vida invisible, en la que la indagación con filtros autobiográficos servía a Juan Manuel para ahondar en la culpa, como catarsis íntima y cortante de muchas obsesiones, que acabarían nublando nuestra identidad, mientras al fondo de la narración aparecía una crepuscular Betty Page, con el ruido y la furia de las carreteras secundarias y los predicadores arrebatados de una verdad ahogada. En casi todas estas novelas, siempre un personaje principal que es escritor o aspira a serlo, y ha llegado a Madrid o vive allí; siempre el deslumbramiento, más o menos matizado, ante la erosión del escenario y los personajes secundarios, mientras se nos agolpan en la espalda las horas afiladas de escritura y la ciudad que nos hiere, aunque no siempre lo advirtamos, con sus aristas chorreantes de miseria y sangre, por el millón de cadáveres de las ilusiones perdidas, desde las catacumbas de la literatura que, antes o después, reclamarán nuestros cuerpos.

Después, vino un silencio literario hondo, mientras Juan Manuel de Prada se prodigaba en programas de televisión, con su voz a contracorriente, llegando a dirigir uno propio, Lágrimas en la lluvia, de debate a partir de la proyección de una película, que recordaba a La Clave, de José Luis Balbín. Hasta que, en 2012, apareció Me hallará la muerte, una novela apasionante sobre el Madrid febril de la posguerra, la División Azul y la posibilidad del doble, como renacimiento a una vida impostada o como usurpación, a la que siguieron Morir bajo tu cielo, casi un western sobre los últimos de Filipinas, entre Conrad y Ford, y El castillo de diamante, un duelo literario entre las personalidades portentosas de la princesa de Éboli y Santa Teresa de Jesús, quizá la más lírica, si hablamos de profunda y espiritual belleza, de su novelas. En muy poco tiempo, apenas cuatro años, Juan Manuel de Prada ha publicado cuatro novelas: la última de ellas, Mirlo blanco, cisne negro, no es un cierre de época, pero sí un punto de inflexión crucial, una sima encendida, entre estas dos etapas, con una esencia de magma circular.

Porque en Mirlo blanco, cisne negro, se cierran varias vetas argumentales, de tensión emotiva y nervio existencial, de toda la narrativa de Juan Manuel de Prada: sobre todo, las que tienen que ver, directa o indirectamente, con esa tensión dura entre escritura y vida. Así, aquí no tenemos solamente un escritor, sino dos: el mirlo blanco, Alejandro Ballesteros, y el cisne negro, con el alma podrida de alquitrán, Octavio Saldaña. Joven y lleno de esperanzas el uno, rendido a su admiración por el maestro, y ya arrasado, el otro, por la vida, desahuciado por la literatura, el amor y sus propios fantasmas personales, que podrían disiparse en esa proyección sobre el nuevo discípulo. En los dos se proyecta Juan Manuel, en un juego de espejos prodigioso, como el título del primer libro de relatos de Alejandro Ballesteros, Un debut prodigioso, en el primero de los infinitos guiños, cóncavos y convexos, que propone este libro. Porque, en efecto, prodigioso fue el debut de Juan Manuel de Prada con Coños, y otro libro de relatos que no he mencionado arriba: El silencio del patinador. Y también, como Octavio Saldaña, Juan Manuel abandonó, durante cinco años, el castillo de la pureza de la narrativa, para abismarse en el mundo de la televisión. Los paralelismos, o los espejos deformantes con la realidad, o entre la realidad vivida y esa otra realidad de la pura ficción, esgrimida con amplia libertad, no terminan aquí: Octavio Saldaña regresa a la literatura con Volverán banderas victoriosas, título sacado de un verso del himno de Falange, como también Prada lo hizo con la novela Me hallará la muerte, ambientadas, ambas, en la guerra civil, o en esa otra guerra civil, soterrada y silente, ahogada de miseria, que fue nuestra posguerra. Octavio Saldaña había triunfado con una primera novela sobre la bohemia, titulada El arte de pasar hambre, sobre el poeta maldito Armando Buscarini, personaje, también, de la novela de Prada Las máscaras del héroe. Podríamos seguir, nadando en la piscina llena de libros. Pero el juego de espejos cóncavos y convexos, la realidad y la ficción tocándose los ojos en el Callejón del Gato, es sólo un nivel superficial de lectura, como el paralelismo entre Madonna, la novela que escribe Ballesteros, desbaratada por los consejos de Saldaña, y La tempestad, la novela con la que Juan Manuel ganó el Premio Planeta, o la parodia limpia y deformada, con lentes que parecen sacadas del estudio de José Gutiérrez Solana, del agreste mundillo literario.

Prada se retuerce a sí mismo: metafóricamente, y también biográficamente, para enhebrar dos personajes que son la cara y la cruz, el vuelo de la celebración literaria al vivir y también su condena, el hálito vibrante y cenital, como cuando leemos un poema de Claudio Rodríguez, o también la caída crepuscular del albatros, con las alas podridas de fango y turbiedad, que es el declive final del escritor que se ha perdido a sí mismo. El chalé de Octavio Saldaña, como una mansión gatopardesca sobre la loma de los sueños posibles, al principio impecable, exquisito y cuidado, se enmaraña de selva, se quema a la intemperie, tanto como el alma de sus protagonistas. Las mujeres brillan en esta novela, con un tratamiento psicológico brillante: tanto Rosario Tena, aquella muchacha de provincias que ganó el Premio Adonais con su primer y único libro de poemas, ahora pintora de éxito, como Nieves, la turbadora esposa de Saldaña, y, especialmente, Paloma, la novia del muchacho, tan vulgar como honesta, porque nos habla con verdad.

Son muchos los análisis que se vienen haciendo, en los últimos años, sobre los márgenes de la novela y las limitaciones entre la ficción y la fabulación de la vivencia. Juan Manuel de Prada se toma a sí mismo, como material de derrumbe, se lanza a la parrilla de la propia escritura y se quema vivo. Es una hoguera pública, con combustible y troncos muy reconocibles, que nadie ha encendido antes, porque nadie ha tenido valor para inmolarse en semejante incendio, descarnado y salvaje. Novela sobre la escritura como vocación, sacerdocio y pasión, nacimiento y caída, es una declaración de verdades brutales, como la condición de eunucos de algunos críticos que saben cómo se hace, pero no pueden hacerlo. Novela de escritores y vida palpitante, sin torceduras ni ahogos en lo libresco, porque se enroca a sí misma, se lanza al precipicio y recoge sus restos.

De todas las escenas líricas y arrebatadas, acabo con el final: el paisaje elegíaco, con un Octavio Saldaña ya desaparecido, del que nadie sabe nada, ni siquiera su editora de siempre, con sus libros eliminados, incluso, de esa tumba final de la Cuesta de Moyano, pero escribiendo: en algún lugar, en el cubículo de una fábrica, en una garita abandonada o en una cabaña en mitad del bosque, Octavio Saldaña escribe febrilmente, apretando el bolígrafo con un ensañamiento que deja el papel combado, con un tacto de bajorrelieve. Por un momento se detiene y levanta la cabeza. Entonces sonríe, frente a nuestra tibia oscuridad, y nos mira a los ojos: porque él sigue escribiendo, y ha vencido.

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