La foto de Artur Mas

06/02/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

Artur Mas no sólo ha soñado con este momento, sino que lo ha hecho posible. La suya es la visión de un cineasta total, que apenas necesita un acompañamiento de las circunstancias para elevar su guion sobre las cámaras, convirtiéndolo en gente enfrentada a lo lejos, a ambos lados de un patio de butacas no se sabe si aletargado o diluido, porque el tiempo va en contra de su dinamismo. Protagonista de su propia narración, y flanqueado por Joana Ortega, la vicepresidenta de su gobierno, e Irene Rigau, su exconsejera de Enseñanza, Mas abraza ahora su martirio porque vuelve a ponerlo en carne viva, le vuelve a confiar ese protagonismo que solo él ha cincelado, en una partida de ajedrez con un tablero de infinitas casillas que seguirá recorriendo hasta la extenuación, porque es la única que conserva. Artur Mas se ha reivindicado, un poco en plan Yo soy Espartaco, con algo de guiñol venido a más, como único padre de la consulta independentista del 9 de noviembre de 2014. Sólo cuatro días antes, el Tribunal Constitucional había prohibido la votación. Él responde: “Si tan evidente era que era un delito, ¿cómo puede ser que el Constitucional no hiciera nada para hacer cumplir su resolución?”. Así se sitúa Mas dentro de su propia producción, como un héroe en el cruce de dos calles, dos obligaciones, dos éticas históricas: la de atender la resolución del Tribunal Constitucional, o ”un deber mayor”, nada menos que con el “mandato parlamentario” y “el clamor de la calle”. Así, con esa grandilocuencia de padre de un país que se postula y se apadrina a sí mismo como tal,  afirma que “El Gobierno y su presidente tenían que estar a la altura de las circunstancias”: por eso organizó una consulta suspendida por el Constitucional, y fue entonces cuando decidió “cambiar el formato”, hacia una “jornada de participación”: el 9-N, con 2,3 millones de votantes.

La jugada de Mas esconde un truco burdo, de trilero: se reivindica como “el máximo responsable de la idea” y reconoce que dio “las instrucciones”, pero, según él, no hubo prevaricación ni desobediencia, porque la Generalitat únicamente prestó su “apoyo”. O sea: que Mas se inmola, pero poco. Quiere aparecer como un crucificado del independentismo, siempre y cuando los clavos sean de goma y se los retiren pulcramente tras la fotografía, con los brazos alzados, hacia un cielo de épicas mojadas.

Sin embargo, parece que no es cierto que el 9-N quedó, solamente, “en manos de voluntarios” tras el veto del Tribunal Constitucional. La Fiscalía ofrece algunas perlas, como que la empresa Unipost, contratada para enviar la carta de Mas a los ciudadanos para informarles sobre la consulta, mantuvo su “reparto masivo” tras el veto. La Generalitat contrató, además, una página web institucional sobre la votación, que “se mantuvo activa” con los “logos de la Generalitat” hasta el 9-N y después, publicando allí mismo los resultados. El Gobierno catalán había comprado 7.000 ordenadores por necesidades de Enseñanza; pero el fiscal puntualiza que había ordenadores en 6.695 lugares de votación, porque el fin primero de esa compra, aunque luego se cediera a las escuelas, era el apoyo de la consulta. En fin, los institutos públicos abrieron el 9-N para acoger las votaciones, como se habilitaron espacios de la Generalitat fuera de España.

Bien, Artur Mas no ha querido afrontar las consecuencias de su protagonismo y, a cambio de esta foto, ha partido su propia población en dos: sí, votaron 2,3 millones, pero 5 millones de catalanes se quedaron en casa. Nadie representa, y Mas menos que nadie, a estos 5 millones sin Gobierno.

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