El caso Urdangarín

27/02/2012

diarioabierto.es.

Casi veinte horas con Iñaki Urdangarín. El juez Castro va a memorizar cada uno de sus gestos, de sus rasgos, de esa impavidez fría de las respuestas ensayadas durante horas, igual que las jugadas de la cancha, para no permitir ni una filtración, ni una sola hendidura del discurso aprendido. La gente ya ha juzgado como culpable a Iñaki Urdangarín, a pesar de su retórica gélida, de su pasado más o menos simpático como jugador internacional de balonmano, porque parece definitivamente probado que, independientemente del resultado final, ha habido un tráfico de influencias. Pero siendo yerno del rey y presidiendo un instituto, una fundación o lo que sea, ¿cómo no va a haber tráfico de influencias? No me refiero al tipo penal, al delito en sí mismo, sino a la proyección imantada sobre la figura del rey, a cómo se presenta uno en un sitio, sabiendo que es el yerno de Juan Carlos I, y que todas las puertas se han abierto antes de que levante los nudillos. En un país como España, en el que la corrupción se ha generalizado tanto como en nuestros vecinos más cercanos –y también más lejanos-, era esperable que antes o después un escándalo de estas características apuntara, por una vez, no a la clase política, sino a la Casa de S. M. el Rey, que es como se ha referido, en todo momento, Iñaki Urdangarín al hablar de su señor suegro, del mismo modo que al hablar de su mujer ha hablado de la Infanta Doña Cristina, con lo que eso tiene de empaque, de efecto y de representación de un respeto que, quedar, queda muy bien.

Bien está que Urdangarín respete tanto a su mujer y a su suegro, refiriéndose a ellos, en su declaración, por sus nomenclaturas regias. Pero, en caso de que se demuestre su culpabilidad presunta, aunque sea el más mínimo desliz, debiera haber comprendido, hace ya mucho tiempo, que el mantenimiento en España de la monarquía parlamentaria se basa no sólo en el texto constitucional, sino en el mantenimiento de un contrato tácito de confianza entre el Jefe del Estado –y, por extensión, su familia, también beneficiada por los presupuestos generales- y la ciudadanía. Nadie, absolutamente nadie, de la familia real, puede ni debe, éticamente hablando, aunque se haga, tener no ya cuentas en paraísos fiscales, sino ni siquiera empresas que puedan beneficiarse de todas estas influencias creadas.

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