El lento camino a la destrucción

22/05/2012

Daniel Serrano.

“- ¿Mi generación? ¿Eso existe?”

Inquiere Jonás, protagonista de Los nadadores, y la pregunta precipita un sobresalto de inquietud en el lector. ¿Existe nuestra generación? ¿Existimos? ¿O, como los personajes de esta novela, maniobramos en torno a la destrucción sin admitir que la ciudad ha quedado devastada por el vacío?

En la cubierta de este libro, Burt Lancaster luce cierto aire de derrota en el brillo californiano de una piscina agitada. Es un fotograma de El nadador, película dirigida por Frank Perry en 1968 y basada en un soberbio relato de John Cheever. El nadador de John Cheever emprendía una huida circular que, de piscina en piscina ajena, le conducía finalmente a un regreso sin gloria a su hogar de clase media. El nadador de Cheever es un Ulises bañado en cloro, afiebrado por la ginebra y añorante de grandes aventuras. Los nadadores de Azaústre se sumergen a la busca de un aislamiento perfecto, de una regresión al universo amniótico donde no hay posibilidad de padecimiento alguno. Los nadadores de Azaústre anhelan nadar en línea recta hasta que la memoria se borre.

Jonás y su amigo Sergio nadan y después almuerzan y beben whisky y cada uno a su modo ha experimentado demasiado pronto la revelación del fracaso. Son treintañeros. Jonás dejó escapar a la mujer de su vida y luego decidió detenerse para siempre, renunciar a una prometedora carrera artística, contemplar la caída de la tarde con las luces apagadas desde su buhardilla del centro de la ciudad. Sergio tiene un excelente trabajo, dinero, un bonito coche, un piso con amplia terraza, una amantísima esposa y una niñita adorable. Y, sin embargo, confiesa a su amigo Jonás:

“-(…) Es únicamente que a veces, si lo pienso, tengo la impresión de que ahí fuera, en otra parte, muy lejos de esta casa, alguien está viviendo la vida por mí”.

De un modo u otro, Jonás y Sergio saben que algo ha salido mal y que el desastre se avecina. Y tal vez por eso ambos acogen con inicial indiferencia esa extraña plaga que está haciendo desaparecer a la gente de la ciudad. Un día dejas de ver a tu vecino, a tu portero, a ese compañero de trabajo que saludas todos los días. Y no pasa nada. En realidad, a diario dejamos de ver a gente que se cruza en nuestro camino y que, de repente, deja de cruzarse. No solemos indagar al respecto.

Jonás querría hallar refugio en el vientre de la ballena y por eso se entrega a la natación y trata de no pensar. Su madre desaparece y va a buscarla. Pero, por el camino, ya son muchos otros los que están desapareciendo y todo se embrolla y, al final, no queda más salida que seguir nadando.

El agua de la piscina nos limpia de todos nuestros anhelos, purifica y nos lleva de viaje a un tiempo donde todo era más sencillo. Nadando somos, de nuevo, esos niños buceando que juegan y ríen.

Hay que seguir nadando, se dice Jonás, aunque nadie quede en el pabellón iluminado, aunque sólo sean sus pasos los que se escuchan en el vestuario.

Los nadadores retrata un mundo que se encamina lentamente hacia su destrucción, es una novela apocalíptica, como esas películas de Charlton Heston en una Nueva York de esquinas vacías o la terrible escena final de El planeta de los simios. “¡Yo os maldigo!” grita en la playa el argonauta venido de otra era. Jonás, ante la Estatua de la Libertad roída por el óxido que es su ciudad inhabitada, se encoge de hombros y continúa adelante.

Joaquín Pérez Azaústre, camarada de armas y amigo, ha escrito una excelente novela, una intriga inquietante, un desolador relato que tiene mucho de generacional. Somos esa generación que todavía, ya tan tarde, se hace preguntas. Esa generación que cumple años e incumple promesas, como Jonás y Sergio, cada cual a su manera. Esa generación que fracasa en cada triunfo porque, tal y como sostiene Sergio, vive la vida que correspondía a otros, no la vida que pudimos elegir.

Los nadadores es literatura para paladear como esos whiskys  con los que se deleitan los protagonistas, sin prisa alguna, dejando reposar cada palabra, adentrándonos en su paisaje de terroríficos contornos. Porque, sí, algo de novela de terror tiene también este relato.

Un día el mundo se acaba y no nos damos ni cuenta. La ciudad se queda sin un solo habitante o con uno solamente: Jonás, que camina en direción a la piscina en la que, quizás definitivamente, logre desvanecer su presencia para siempre.

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