El retrato, un asunto de miradas

28/09/2012

Miguel Ángel Valero. La Fundación Mapfre expone 80 obras maestras de grandes artistas del Centre Pompidou de París

Cada vez que un artista hace un rostro, reinicia el arte”. Es lo que escribía François Mauriac en 1990. Cuando se contemplan las 80 obras que la Fundación Mapfre expone en sus Salas Recoletos de Madrid hasta el 6 de enero en “Retratos. Obras Maestras. Centre Pompidou”, uno se da cuenta de que el retrato es un asunto de miradas. Entre el modelo, el pintor y, por supuesto, el espectador.

Entre las obras maestras de la exposición, llamada a ser una de las de mayor éxito en este curso, destacan “Bizantina”, de Jawlensky (1913), un estudio de descomposición que sin embargo ensalza lo femenino; “Retrato de Dédie”, de Modigliani (1918), que asombra por la mujer que mira con aire lánguido; “La blusa roja”, de Bonnard (1925), donde triunfa lo cotidiano; “El botones”, de Soutine (1925), con una insólita e insolente expresión de desprecio; “Cabeza llamada El túnel”, de Julio González (1932-33), una escultura de bronce que forma parte de una serie para tratar de captar la esencia de la mujer; “Mujer con sombrero”, de Picasso (1935), un retrato triste de su mujer Olga; “Roger y su hijo”, de Balthus (1936), donde se trata de acercarse al alma de frente, sin disfraces; “Autorretrato», de Bacon (1971), que muestra la propia desnudez del artista que proclama que “el arte es obsesión por la vida”; “El vigilante”, de Dubuffet (1972), otra escultura que huye de lo férreo e invita a ser tocada. O “La Marroquí” (2001), de Currin, todo un elogio de la sonrisa, y la obra más reciente de un recorrido cronológico que comienza con el retrato de Satie realizado por Suzanne Valadon en 1982-93.

Con éstas y las demás obras, uno comprueba que el retrato ha sido especialmente receptivo a los descubrimientos formales en la historia del arte. Especialmente, a la aparición de la fotografía, de la que ha tomado recursos como el posado o el contrapicado.

Pero esta muestra del retrato a caballo entre tres siglos sobre todo sirve para reflexionar sobre la condición humana y sobre cómo se ve al otro. También, para ver los postulados y prejuicios filosóficos, religiosos o estéticos del artista, cómo muestra la tragedia de la existencia. Que no deja de ser una manera de preguntarse sobre uno mismo.

Porque el retrato, que es siempre un asunto de miradas pero más aún si cabe en el autorretrato, indaga en la cara más oculta de la personalidad, los miedos y los temores, del artista. Éste se mira en el espejo para reproducir, trazo a trazo, la imagen que tiene de sí mismo sobre el lienzo.

Pintar es querer conocer

Lo expresa Alexejo von Jawlensky: “Sabía que no debía pintar lo que veía, ni siquiera lo que sentía, sino lo que había en mí, en mi alma”. O Pierre Bonnard: “Uno puede tomarse todas las libertades de líneas, de formas, de proporciones, de colores, con tal de que el sentimiento sea inteligible y claramente visible”. O Balthus: “Pintar es, principalmente, querer conocer y hacer todo lo posible por conseguirlo”. Jean Dubuffet prefiere decir que “el arte se dirige a la mente, y no a los ojos”.

También se produce una superación del concepto de belleza clásico. O un elogio de la belleza de lo imperfecto. Deja de preocupar el parecido con el modelo retratado para tratar de lograr la máxima expresividad en la traducción de la personalidad a la plástica. Frente la tradicional exaltación de la perfección (entendida en su sentido más clásico), se retratan seres al borde del colapso, de la ruptura, del derrumbamiento.

El retrato es, en ese sentido, un espejo roto. Primero, por la constitución fragmentaria de la personalidad humana. Pero sobre todo porque la deconstrucción, la descomposición de la personalidad retratada muestra la titánica pero condenada al fracaso tarea de vencer a la muerte por medio del arte.

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