En enero de 2010, y con un impresionante (valga la redundancia) éxito de crítica y sobre todo de público, la Fundación Mapfre inauguró la mayor muestra dedicada en España a los orígenes del impresionismo, que era presentado como el nacimiento del arte moderno, o de la manera contemporánea de ver y dibujar la realidad. Ahora, da un paso más, y muestra lo que ocurrió después, cuando las aportaciones del impresionismo son asimiladas (y hasta cierto punto domesticadas) y se desarrollan a través de diferentes lenguajes, denominados neo o postimpresionistas, que abrirán la puerta a las vanguardias que explotarán a lo largo del siglo XX. Y lo hace exponiendo, por primera vez en España, una selección de 78 obras maestras del Musée d´Orsay.
La exposición se inicia con las primeras series de Monet y termina con los trabajos decorativos de Vuillard en los jardines públicos. Entre medias, Renoir, la evolución del neoimpresionismo (mediante obras de Seurat, Signac o Pisarro), el constructivismo de Cézanne, los carteles y el retrato de los bajos fondos de París (Toulouse-Lautrec), Gauguin, el grupo de los Nabis (Serusier, Maurice Denis, Bonnard o Vallotton) y Van Gogh.
En 1886, se celebra la octava y última muestra del grupo impresionista en la sala de exposiciones del marchante Durand-Ruel. La concepción tradicional de la pintura había saltado por los aires. Pero surgen otros artistas, en torno al Salón de los Independientes en París o el Salón de Los XX en Bruselas, y las desavenencias estratégicas, estilísticas y políticas entre los impresionistas se multiplicaban. Todo esto se refleja en esa exposición, donde sólo estaban Degas, Pisarro y Morisot entre los impresionistas ‘canónicos’ y participaron artistas como Gauguin, Seurat, Signac o Redon, ajenos al movimiento inicial, lo que genera una fuerte controversia
Claude Monet empieza a reflexionar en torno a la idea de representar el mismo motivo, fluctuando en función de las estaciones, del tiempo o de la luz de los diferentes momentos del día. Renoir opta por los desnudos al aire libre para mostrar sus ambiciones estéticas.
El impresionismo, en cierta medida agotado, evoluciona hacia diferentes actitudes pictóricas (el crítico de arte Felix Féneon inventa el término “neoimpresionismo” para definir unas obras en las que los colores puros se yuxtaponen a través de pequeños puntos), que amplifican su talante provocador y desbrozan el camino que revolucionarán los lenguajes de las vanguardias en el siglo XX.
Se habla del postimpresionismo, del puntillismo (que logra sobrevivir a la muerte de Seurat gracias a Signac). El arte coquetea con el anarquismo, con la idea de progreso, dialoga con la ciencia, descubre el Mediterráneo como símbolo de la confianza en un mundo mejor.
Cézanne como nexo de unión
La exposición resalta la importancia de Cézanne como nexo de unión entre el impresionismo y el postimpresionismo. La muerte de su padre permite a este artista una situación económica desahogada, y dedicarse al arte que le interesa, a romper con las reglas y a sobrepasar los límites que imponía la técnica impresionista. Su obra, obsesionada por la composición, por el sentido constructivo que impone la Naturaleza (por eso se habla de constructivismo), abre el camino al cubismo. Y es merecido su calificativo de padre de las primeras vanguardias.
Otro innovador es Toulouse-Lautrec, admirador de los grabados japoneses, que triunfa con una nueva manera de pintar, de una gran simplificación y austeridad de recursos pero con una enorme capacidad expresiva, y una mirada siempre tierna.
En 1886, Van Gogh llega a París con una idea: «En lugar de reproducir exactamente lo que tengo ante mis ojos, empleo el color de una manera más arbitraria, a fin de expresarme con vigor».
Y así hasta 78 obras, que muestran cómo el arte se supera siempre a sí mismo. Y cómo un artista genial abre la puerta a otro, que lo es tanto o más que él.
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