El evangelio de Venus

11/03/2013

Joaquín Pérez Azaústre.

El evangelio de Venus se escribe con renglones trascendidos de carne. En la novela de Alfonso Sobrado Palomares, el erotismo está en las mismas raíces de la religión, porque el pecado es la consecuencia racional del deseo, a tenor del destino de unos personajes que supeditan siempre la sensualidad al poder. Así, la novela es la historia antigua de una dominación: cómo tres mujeres, entre el 891 y el 955, rigen los destinos del papado y de Roma. O de los papados: los que ellas mismas van dirigiendo, imponiendo, trenzando con dibujos invisibles, pero también sensoriales y atávicos. Estas tres mujeres, cultas y estrategas, son la emperatriz Ageltrude, Teodora, esposa del senador romano Teofilato, y Marozia, hija de ambos, con esos ojos verdes turbadores de un prisma esmeralda sobre el tiempo. El relato de sus vidas, desde el nacimiento resplandeciente de Marozia hasta su caída final, puede leerse como una novela histórica –de hecho, está publicada en Edhasa, una editorial de referencia en el género-, pero también como novela a secas sobre el desarrollo de las pasiones y sus vidas, la ambición natural del abrazo sonoro y ese precio oculto, y visible al final, de las deudas mundanas.

Lo primero que hay que decir de El evangelio de Venus es que estamos ante una novela espléndida: en el tejido atmosférico de una realidad tan –sólo aparentemente- ajena a la nuestra, con esa verosimilitud del vivir cotidiano, vivo en cada detalle, que nos hace pensar que, verdaderamente, estamos en la Roma del año 900; nos encontramos, además, con una arquitectura novelesca perfectamente cimentada sobre el dato histórico, que aparece con naturalidad, sin estorbo enciclopedista; y también con una reflexión sobre la esencia humana, la realidad y el deseo afín no sólo a Luis Cernuda, sino a nuestra esencia en movimiento, a través de los siglos, que la hace tan intemporal como la belleza controlada de estas tres mujeres y su sensualidad estratégica.

Una de los mayores logros estéticos de la novela es la sutileza con que se rememora el esplendor pasado, ese tiempo anterior romano ya perdido irremisiblemente, como bien saben los personajes más visionarios de la historia, como el papa Formoso, que por encima de la tensión terrenal es capaz de mirar más allá de su propio relato: “El papa Formoso se bañaba en la urna sepulcral de Publio Licinio Craso. La utilizaba para sus abluciones y baños desde hacía cuatro años, desde el día en que al visitar el templo de Cástor y Pólux buscando una de las columnas corintias para trasladar a la catedral de Porto, se había encontrado con el enorme sarcófago de mármol blanquísimo que había acogido los restos de Publio Licinio Craso doce siglos antes. El nombre estaba escrito con letras muy claras, y debajo, su altísimo cargo: Pontifex Maximus”. Todos estamos, sí, y todos pasaremos. El sarcófago de hoy, glorioso en sus relieves delicados, marmóreos, será, siglos después, bañera de otro cuerpo. Un cuerpo que además, nueve meses después de haber sido sepultado, será desenterrado para ser juzgado, mientras la osamenta abandonada por su propio vigor contempla el escenario de una degradación.

“Formoso le miraba desde las cuencas sin ojos. Si uno reflexionaba, se daba cuenta de que de los dos huecos donde habían estado los ojos salía una mirada terrible, pero allí nadie estaba para reflexionar, ni para decir nada. El miedo cierra las bocas como el humo cierra los ojos. El miedo y el silencio tienen largas historias de complicidad y de tragedia. La historia es así, ha sido así y no hay duda de que lo seguirá siendo. Si no la cambió la venida de Cristo, ya nadie la podrá cambiar”. Éste es el motor, o uno de los motores, internos de la escritura de esta novela de Alfonso Sobrado Palomares: el juicio hecho a un papa muerto, el juicio hecho a un muerto, con su cuerpo presente y ya sin vida, nueve meses después de haber sido enterrado: nueve meses de vida más allá de su propia vida terminada, nueve meses para el alumbramiento de una venganza tan atronadora como hedionda y macabra, cuando el mundo escribe su pasado.

Al final, destronada de su última posibilidad de alcanzar la dignidad imperial, la todavía muy hermosa Marozia sentencia a su hijo Alberico: “Vendrá Ugo y veré con enorme placer cómo rebana tu sucia cabeza (…). Los mismos que ahora te aclaman me aclamaron a mí muchas veces, y volverán a aclamarme después de tu entierro”. Gloria de los días: previsible ceniza, aplauso que precede a la condena. Esta sabiduría vital excede al tratamiento de un relato histórico. Como en El hombre que amaba a los perros, la extraordinaria novela de Leonardo Padura sobre la construcción de Ramón Mercader, el asesino de León Trotsky, por sus instructores soviéticos, aquí la recreación de unos hechos que realmente fueron ciertos sirve al escritor para reflexionar sobre los límites de nuestra condición, dejados los instintos más humanos en su mayor libertad.

Pero el mayor brillo de la narración deslumbra en lo concreto: la recreación de una estancia, ese brillo del sol bailando en la tensión del cortinaje, la conversación del matrimonio joven que sueña con el destino del hijo todavía no nacido, el cálido pisar sobre las pieles expuestas en el suelo de las plantas desnudas, esa corporeidad rotunda de las formas al abrirse los cordones de una blusa, la textura de un roce, su cadencia, el aroma más puro. Quizá por eso la enseñanza moral de la novela resulta tan creciente, verosímil, desnuda: porque los personajes son, también, crecientes –sobre todo, Marozia, a la que acompañamos en su nacimiento, durante su conversión en adolescente y mujer y, después, su decadencia-, terriblemente verosímiles no sólo en sus triunfos, sino en sus fragilidades, y, sobre todo, desnudos. Desnudos como el sol patricio de la primera noche, su hechizo virginal. Leer esta novela –y más ahora, mientras se dilucida el nuevo Sumo Pontífice de la Curia Romana- es encontrar esas piedras menudas, pulidas por el río en su paciencia, que luego compondrán el mosaico azaroso de la vida.

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