Del legado zapatista proviene esa sentencia que, pese a la distancia tanto geográfica como temporal, se aviva hoy al calor de una crisis que desborda por su crudeza el límite de la paciencia ciudadana. Me refiero a la proclama ‘si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno’ que igual sirve de estandarte de la conciencia social como de excusa para el divertimento callejero. El llamado ‘escrache’ tiene algo de las dos cosas. No faltan razones para protestar. En todo caso faltan días. Otra cosa es elegir una vía que, de lograr algo, sólo será entregar munición gratis a palmeros y tertulianos para deslegitimar el justísimo origen de la sublevación. No comparto el acoso en ninguna de sus modalidades, pero, como en casi todo, hay gradaciones. Al menos las suficientes para colegir que pocos más agresivos que conjugar el poder financiero, judicial y policial para echarte de tu casa y dejarte en la calle con tus pocos enseres y tus infinitas angustias. Por si fuera poco súmese que en no pocos supuestos a quienes echan, cuando su situación se lo permitía, han subvencionado con sus impuestos el saneamiento contable de sus verdugos inmobiliarios.
No faltará quien piense que con estos antecedentes lo que habría que hacer es no sólo callar sino pasear a hombros a los autores de este dramático disparate. Hay gente pá tó, que diría el torero. Sin embargo, entre la premeditada ceguera de quienes no quieren ver más realidad que la que realmente atienda a sus intereses mediáticos o económicos, cuando no ambos a la vez, y la de quienes a cuenta de persistir en determinadas movilizaciones frivolizan sus causas (como ‘acto divertido’ ha sido calificado el ‘escrache’ por una de sus firmes defensoras) debería quedar un espacio suficiente para la reflexión. Por ejemplo para sopesar que, con toda su tardanza, siempre mucha en caso tan extremos, ha sido una institución, en concreto un tribunal europeo, quien ha desmontado buena parte de la infame normativa sobre desahucios y obligado al Gobierno a no seguir mirando al tendido.
Todo será poco, pero seguramente mucho más de lo que se consiga acompañando a un diputado al aseo para ponerle una pegatina sobre el urinario. No sólo la protesta ciudadana es un derecho sino que es un deber. Que no vale para nada sólo lo sostienen aquellos que confunden lo que quieren que ocurra con lo que de verdad ocurre. Impedir, como hace no mucho en Galicia, que una octogenaria de quede a la fuerza sin un techo bajo el que cobijarse, no es un acto de protesta sino de resplandeciente justicia. En todo caso son auxilios puntuales porque es imposible evitar desde la calle más de 91.000 embargos que fueron los registrados el año pasado. La magnitud del problema es tal que los cauces han de ser otros en un país, eso sí, normal en el que un Gobierno se dé por aludido cuando la firma de casi millón y medio de ciudadanos le pide que rectifique para evitar este desastre. Como esto no es así, legítimo y lógico será que critique estos acosos que padece. Muchos menos comprensible sería que alegara que le pillan por sorpresa.
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