Y vuelven a editarse crónicas como estas, en las que nos reencontramos con maestros de actualísimo y vigoroso estilo. Josep Pla y Norman Mailer, ahí es nada. Pla viene a Madrid en 1921 y se encuentra una ciudad convulsa y trepidante, donde se hace vida en los cafés hasta la madrugada y en la Puerta de Alcalá matan al ministro Eduardo Dato a tiros ante la indiferencia de la gran mayoría de los madrileños (“cuando, después de la salida de los teatros, la gente se ha ido a dormir, en la Puerta del Sol han quedado las mismas horizontales, los mismos tronados noctámbulos, los mismos vendedores de lotería y de periódicos habituales”). Escribe Pla (y parece que estuviera escribiendo hoy mismo): “Este país está organizado sobre la base de una monarquía constitucional y parlamentaria. Pero no hay ningún partido digno de ser tomado en consideración. ¿Cómo es posible mantener una monarquía parlamentaria sin partidos fuertes?”.
Se sorprende Pla de lo poco madrugadores que son los madrileños, acude a ver a Ortega y toma el tren a Salamanca para encontrarse con Unamuno, se admira una y otra vez del paisaje castellano, secarral de altos chopos y figuras minúsculas en medio de la planicie, aspira Pla el aire de Madrid, aire proveniente de un cielo azul purísimo. Afirma de la tertulia del Pombo que lidera Ramón Gómez de la Serna: “Casi todos los asistentes (…) van vestidos de negro y tienden, famélicos, a las formas del seminario clerical”. Pla es preciso, certero en el detalle, enorme en la capacidad de descripción.
Literaturiza Pla con esa complicadísima sencillez que le caracteriza, siempre socarrón y extranjero en un Madrid que a ratos le complace pero, sobre todo, le fascina por el primitivismo que late bajo su endeble aspecto de gran urbe: “Por el puente monumental y sin gracia de Toledo, sobre el Manzanares (o falta río o sobra puente, decía Quevedo), entran y salen carros con toldo, mulas y asnos que sirven que bestias de carga, arrieros con cara de facinerosos y manta como en la ópera de Carmen, gente que va de camino. Los veis salir del puente y adentrarse en la tierra yerma de Castilla, y os cuesta creer que se dirijan a alguno de esos pueblos de color tierra calcárea como una pella de barro reseco. Tenéis la sensación de que no van a ninguna parte y de que han entrado en Madrid para la composición de los últimos aguafuertes y grabados del lugar”.
Pla. Y luego Mailer. Relatándonos la convención republicana de 1968 en Miami y la demócrata del mismo año en Chicago, ciudad convertida por el alcalde Daley en un campo de batalla donde bajo las balas caían los hijos de las flores. Es verano, plena guerra de Vietnam, Nixon exhibe su sonrisa equina y los demócratas optan por el suicidio y miran arder las calles. Y Mailer, con su prosa ególatra e hipermasculina, prosa de boxeador y bebedor infatigable de whisky, con esa prosa cincelada a puñetazos, nos cuenta a qué olía aquel tiempo.
“El cronista, sin embargo, está obsesionado con Nixon. Nunca ha escrito nada bueno sobre Nixon”. Se refiere Mailer a él mismo. Él es el cronista que aborrece a Nixon. Así de honestamente se confiesa pero, en seguida, admite que el Nixon de 1968 tiene algo diferente, brilla en su mediocridad sudorosa muy distinto de cuando (una y otra vez) fracasó en su asalto al poder. Intuye que ahora sí puede ganar. Luego, en Chicago, todo será pólvora y violencia y Mailer simpatiza con los rebeldes pero no tanto, considera a los jóvenes universitarios un tanto pequeñoburgueses, subversivos diletantes, meros aficionados al gamberrismo en más de una ocasión. Aunque ha marchado con ellos sobre Washington y esa fuerza de la juventud vociferante no deja de conmoverle: “Un espíritu de belleza se respiraba en la atmósfera, por encima de los chicos envueltos en ropas sucias, el olor a vómito de los aerosoles tóxicos, los suspiros y los gemidos de los camiones del ejército, llegando y marchándose todo el tiempo”.
Nixon y Pla y Dato y Ortega y Ronald Reagan, crónicas de lejanas glaciaciones que, sin embargo, refulgen a veces de pura actualidad. Y, sobre todo, lecciones de estilo para quienes todavía creemos que el periodismo puede alcanzar la categoría de gran literatura. Aunque quienes lo ejerzamos estemos más cerca de ese atinado sarcasmo de Mark Twain: “Después de fracasar en todos los oficios, decidí hacerme periodista”.
Madrid, 1921. Un dietario. Josep Pla. Libros del KO. 270 páginas.
Miami y el sitio de Chicago. Norman Mailer. Capitan Swing. 278 páginas.
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