La España olvidada y los niños de papá

16/05/2013

Alfredo Álvarez Álvarez.

El pasado 8 de mayo se cumplían sesenta y ocho años de la firma de rendición incondicional de las fuerzas alemanas ante los Aliados por parte del general Jodl, y con ello comenzaba a cerrarse el capítulo más devastador de la historia de Europa y del mundo. Como es de sobra conocido, España sufría en aquellos momentos un régimen totalitario que había convivido en excelente armonía con Mussolini y con Hitler. Pasadas casi siete décadas de aquella catástrofe, de vez en cuando algún personaje de nuestra anodina vida política recurre a aquellos iconos con el fin de atacar a algún adversario indeseado, aunque las comparaciones no resistan en absoluto una leve confrontación con la realidad. Es verdad que, cuando se han producido tales acusaciones, han salido algunos de la otra parte a descalificar con avidez la frivolidad de los primeros quedando todo, al final, en una especie de altercado entre niños bonitos de plató de TV y vida cómoda que pasan por encima de cincuenta millones de muertos con una trivialidad vergonzante.

 

La realidad parte de un hecho simple, en España no hubo un régimen nazi, y tal vez por ello se trae a colación ese espantajo con tanta facilidad. Por eso, no está de más recordar que los nazis fueron una cosa más que seria que a punto estuvo de reducir Europa a un montón ruinas. Y no solo existió la guerra de Hollywood, la de Patton, la de Montgomery, la de MacArthur y la de otros que podemos ver en películas de gran fervor patriotero. Hubo otras, más oscuras, completamente alejadas de los focos y del glamour. La de miles de españoles, por ejemplo, cuyas vidas se truncaron para siempre en África, en Centroeuropa, en los campos de concentración de Austria y de Polonia. Resulta difícil de creer, hoy, que el primer transporte nazi en tren –recordemos, de ganado- saliera de la estación francesa de Angoulême con 927 hombres, mujeres y niños españoles, llegando cuatro días más tarde a un lugar llamado Mauthausen que, naturalmente, nadie conocía. Poca gente sabe que fueron precisamente los españoles los primeros en llegar al campo de exterminio, que sería conocido en todo el mundo por las fotos hechas por otro español, Francisco Boix, único compatriota que testificó en el juicio de Nuremberg, eso sí, en francés y con pasaporte del país galo. Muchos fueron los que dejaron su vida subiendo pesados bloques de granito por los 186 peldaños de la famosa escalera del campo, o en las barracas, o en cualquier parte de aquella cantera de la muerte; y pocos los que sobrevivieron para contarlo.

 

Tuve el honor de conocer a uno de ellos, Miguel Aznar Sesé, deportado nº 3181. Fue en el verano de 2005 en Tarbes, Francia. De vacaciones con mi familia, descubrí el Museo de la Resistencia y la Deportación y con él, al señor Aznar, su alma máter, que pasaba el día mostrando a estudiantes de los colegios del departamento lo que había sido la guerra, la suya personal y la de tantos otros. Su testimonio me conmovió y, tiempo más tarde, me puse en contacto con él para interesarme por su peripecia vital. Nos acogió en su casa, a mi familia y a mí, y ello me dio ocasión de disfrutar de su amistad y de la de Janine, su mujer y ángel de la guarda desde que se conocieron hasta el fallecimiento de éste, presa de un Alzheimer que no consiguió hacerle olvidar sus años de Mauthausen.

 

Grabamos en vídeo una conversación de varias horas en la que, ciertamente, cambió para siempre mi percepción de la guerra y de los españoles que la padecieron. Me contó, a veces entrecortado por el llanto, las múltiples caras del dolor, la del amigo que aparece muerto en cualquier momento y de la forma más cruel, tiroteado, apaleado, estrangulado, reventado de una patada…, la del compañero que hay que sujetar por las noches para que no se lance de desesperación a la valla electrificada, la del enfermo que hay que esconder para que algún SS no le descerraje un tiro y al que hay que llevar comida y ayudar a tirar por la vida porque él ya no quiere más. Me impresionaron su vivencia de la posguerra, sus pesadillas –durante más de quince años- en las que revivía una y otra vez los ataques de los perros adiestrados de las SS, sus visitas al médico, que no disponía de medicamentos para una desesperación de semejante intensidad, su negativa a tener hijos por entender que no había futuro para él, su dignidad de hombre humilde, su convicción de que había que contar lo sucedido a las generaciones más jóvenes, como parte del juramento que los propios españoles se hicieron en el momento de la liberación del campo.

 

Caballero de la Legión de Honor, guerrillero, miembro de la Resistencia francesa, pensionista del gobierno galo y del alemán, verdadero héroe de guerra, olvidado de España, es un ejemplo más de lo que no ha hecho ninguno de nuestros gobiernos por uno de tantos españoles víctimas de esos nazis que al parecer gusta mucho utilizar como argumento retórico de salón. Paradójicamente, tirios y troyanos han olvidado a los olvidados, a los desheredados que el gobierno de Franco dejó en la cuneta de la historia con el argumento de “fuera de España no hay españoles”. Centenares de ellos exiliados al otro lado de los Pirineos, muchos se casaron con mujeres francesas (a las que tampoco nadie ha agradecido en ningún momento –ni allí ni aquí- que les abrieran los brazos y les ayudaran a enjugar tanto sufrimiento) y gracias a ello y a su lucha por la democracia, obtuvieron la nacionalidad abandonando con ello su vida de parias. Hoy se encuentran en un apartado rincón de la historia, castigados con algo parecido a una muerte civil, y ya solo podemos contar su peripecia vital puesto que la mayoría no están para hacerlo ellos mismos. Solo resta decir que, puesto que ningún gobierno de nuestra flamante democracia ha hecho prácticamente nada por rescatar su memoria, por atenderlos en su vejez o, sencillamente, por seguir considerándolos españoles, no es mucho pedir un poco de respeto para ellos, no convirtiendo a sus victimarios en espacio libre para la frivolidad.

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