Pijoflautas de Serrano

28/05/2013

Alfredo Álvarez Álvarez.

Se dice que Napoleón exigía de sus generales que fueran hombres de suerte. Es indudable que la fortuna juega un papel en nuestras vidas para bien o para mal, todos nos posicionamos con respecto a ella como beneficiarios o como víctimas, lo mismo que ocurre con los pueblos, y hay abundantes ejemplos de ello a lo largo de la historia. En España, el momento que vivimos como país nos lleva a pensar que la diosa portadora de la suerte ha salido de vacaciones. Y por lo que se ve, parece que será por más años de los que quisiéramos. Para más inri, su marcha nos ha arrancado la esperanza de cuajo, con el paro en cascada, especialmente el del grupo social más valioso que tenemos en el país, que son nuestros jóvenes y, por si fuera poco, nos ha dejado una de las peores castas de dirigentes de nuestra historia reciente, los insignes pijoflautas del siglo XXI. Sí, podría decirse que tenemos lo que merecemos, pero no creo que el castigo en este caso sea proporcional a la culpa.

Procedentes en su mayoría de la oligarquía dominante en España a lo largo del s. XX (véanse apellidos de ministros del gobierno central y de consejeros del de Madrid, por ejemplo), exhibicionistas impúdicos de su condición de hiperneocons, ejercen el poder sin vergüenza con arreglo a una particular reinterpretación del absolutismo, sin que conceptos como autoridad moral o interés general les importen ni siquiera lo que al común de los mortales una moneda de dos céntimos de euro. Para eso España es su finca y los españoles, claro, sus jornaleros. Encaramados al poder oficial gracias al derrumbe de la izquierda por efecto del desastre económico, disfrutan plenamente en su salsa. Gomina, trajes caros, acérrimos de Abercrombie and Fitch o coche oficial son atributos que manejan con soltura de trileros. Están acostumbrados a la abundancia y son plenamente conscientes de que han nacido para contemplar el mundo desde arriba. Son, en definitiva, los únicos satisfechos en este paisaje en ruinas y por ello ejercen el mando con soltura, como si lo hubieran mamado.

Sus estudios en universidades caras los han convertido en expertos en la manipulación de cifras macroeconómicas sin considerar que detrás de ellas hay, simplemente, personas. Es cierto que se les acusa de no querer ver las dificultades cotidianas de sus gobernados, de no compadecerse de los problemas de los españoles. Craso error, no es que gobiernen con falta de sensibilidad, no es que carezcan de empatía, no es que les resbale la aburrida vida diaria de simples ciudadanos con problemas -que les resbala-; es sencillamente que carecen de referencias elementales para ponerse en la piel de otro que no sea un verdadero pijoflauta de alto standing como ellos.

Pero, seamos comprensivos, cuando se ha vivido teniendo como paradigma los escaparates de la calle Serrano o los bolsos de Loewe, cuando el contratiempo más grave que han sufrido en sus cómodas vidas es esperar una semana para poder lucir su Mini Cooper por el barrio de Salamanca o que fulanita se haya adelantado en la compra del último bolso vintage de Louis Vuitton, ¿qué podemos pedirles en su acción de gobierno? Nada, absolutamente nada; solo desear que la crisis pase cuanto antes, que ya evaluaremos los daños, o que aprendamos a vivir de espaldas al gobierno como llevan haciendo durante décadas los italianos. Y que nadie piense que el trance económico les va afectar. No. Ellos y sus dineros no dependen de vaivenes puntuales, para eso son capaces de localizar sin ayuda de Google Earth las islas del Canal, las Seychelles o Liechtenstein, y saben que el apartamento de París, o el de Nueva York, o el de Londres, son un buen argumento contra una escasez que solo conocen de referencias en los telediarios de La 1, ahora que también es de ellos. Sienten la crisis como una simple recurrencia en las conversaciones de ascensor, de comida en Ramsés, de canapés de tortilla desestructurada en la sala VIP del Bernabéu. Están en el poder porque es lo suyo (ya lo hicieron sus papás y sus yayitos) y consideran que el esfuerzo se mide por ganar unos segundos en el descenso de una pista negra en los Alpes, o en Colorado, con sus brillantes esquíes de última generación, o por una manga agotadora en las regatas del finde.

No nos engañemos, su objetivo no es sacar al país de este pozo de desesperanza, no consiste en acabar con las colas de las oficinas de empleo ni conseguir que uno sólo de nuestros jóvenes encuentre un trabajo acorde con su formación. Es, llanamente, mantenerse en el poder una generación más, alargar el cordón umbilical que les une con la historia de un país que ya sus antepasados registraron a su nombre en el Catastro y por el que han hecho de todo, guerras incluidas, para impedir que unos advenedizos -alicaída y casposa clase media- se lo arranquen de las manos.

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