Dejad vivir a la gente, dejadla en paz de una vez: que canten o no canten, que toquen la guitarra o la aporreen, que deslicen las yemas de los dedos por el borde cilíndrico de un vaso para hacerlo sonar en la Plaza Mayor. Dejadles que hagan mimos, que se vistan de Spiderman, de Mortadelo o de Manolo Caracol, o que se pongan el traje de faralaes para zapatear, que levanten el brillo natural del adoquín pulido por los ecos errantes. Dejadles vender bolsos, con sus sábanas blancas encima de la acera. Dejadles respirar, porque de alguna forma han de ganarse el pan. Esto, claro, no se entiende bien si uno tiene un sueldo de 3.500 euros por haber pegado ristras de carteles en las distintas elecciones, haber doblado mucho la cerviz delante de quien tocara en cada momento para plegarse, siempre, al discurso del partido, mientras se tiene secretaria o secretario, coche oficial y dietas, sin que se le haya exigido, por poner unos mínimos variables, ni la más reducida experiencia laboral ni un título académico. Si uno vive así, puede ponerse estupendo y organizar un casting, o una “prueba de idoneidad” en el centro Cultural Conde Duque, para otorgar una autorización que permita a los artistas tocar en la calle, en la puta calle, solos o acompañados, en distintas zonas del distrito Centro de Madrid.
Este comité, del que nada sabemos, valorará si cada participante dispone de suficiente excelencia artística como para ser “capaz de animar o entretener al público, sin molestar a los vecinos o viandantes”. Con dicha autorización, detallada el artículo 17 del Plan Zonal Específico de la Declaración de Zona de Protección Acústica Especial del 7 de octubre, el Ayuntamiento busca, presuntamente, “garantizar la convivencia y el derecho al descanso de los vecinos”, normativizando “esta manifestación de arte urbano que aporta cultura, vida y alegría a las calles de la ciudad, pero exigiendo unos estándares mínimos de calidad y unas condiciones espaciales, de horarios y medioambientales adecuadas”. Quienes no aprueben este sesudo examen de calidad, sencillamente no podrán actuar en el centro de Madrid. Quienes sí lo consigan –casi parece peor- tendrán prohibido tocar en las calles clasificadas como ruidosas: la plaza de San Andrés, Malasaña, Chueca, el Barrio de las Letras y La Latina.
Vamos hacia un Estado policial, y no nos damos cuenta. La calle es de dominio público, y si yo quiero sacar mi guitarra y tocarla, nadie me lo puede impedir. Si lo hago a la entrada de un comercio y dificulto su tráfico habitual, como si me dedico a aporrear un tambor a las cuatro de la mañana debajo de un portal, la Policía Local es muy dueña de reconducir mi inadecuada actitud, porque mi libertad está colisionando con la libertad ajena para ejercer su actividad mercantil, en un caso, y para dormir, en el otro. Pero limitar de antemano esa libertad únicamente es propio de un Estado totalitario. Además, ¿qué es el arte? Si no lo conociéramos ahora, al jovencísimo Bob Dylan, discípulo entonces de Woody Guthrie, le habrían suspendido por su voz gritona, y al propio Leonard Cohen, ¿le habrían perdonado su gravedad tonal? El primer Javier Álvarez, que tocaba en el Retiro La edad del porvenir, ¿habría pasado el corte?
Pero el debate no puede ser si esta gente tiene o no criterio para apreciar qué es creativo y qué no. El debate consiste en su legitimación: no la tienen. Mañana mismo, me puedo poner a cantar en el centro de la Plaza Mayor y la Constitución está conmigo, si no dificulto ninguna actividad ajena: porque la calle es de dominio público. O lo era, al menos. Que lo siga siendo o no, teniendo en cuenta en manos de quién estamos, quizá dependa de nosotros mismos.
Hoy, más que nunca, tendremos que salir, como cantaba Pablo Guerrero, A tapar la calle. Como dice Fernando Lucini, ocupemos la plaza y cantemos como quien respira en nuestro escenario público.
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