El banquero que lleva una abeja en el sombrero

27/12/2013

Miguel Ángel Valero. Adam LeBor desvela en “El superbanco” la historia secreta del Banco de Pagos Internacionales  

Escribía Marcus Tulio Cicero (más conocido como Cicerón) que “el nervio de la guerra es el dinero infinito”. Este pensamiento de Cicerón aparece en la página 99 de “El superbanco. La historia oculta del grupo de tecnócratas que gobierna el mundo” (Indicios, 349 páginas, traducción de María Isabel Merino), un minucioso trabajo de investigación de Adam LeBor, escritor y periodista que trabaja para The Economist, The Times y The New York Times, entre otros medios.

Aunque el título pueda parecer sensacionalista, LeBor desvela la historia secreta del Banco de Pagos Internacionales (BPI o BIS, por sus siglas en inglés), con sede en Basilea (Suiza). Fundado el 20 de mayo de 1930 para canalizar el pago de las reparaciones por parte de Alemania tras la I Guerra Mundial, se convirtió en el banco de los bancos centrales, en el “sumo sacerdote de la religión monetaria” (página 82) gracias a la visión multilateral de Montagu Norman.

Éste era un banquero británico atípico, alto ejecutivo del Banco de Inglaterra, que llevaba un sombrero homburg de seda negra con una abeja dorada bordada, y que le permitía un ingenioso juego de palabras: “la abeja que zuma en mi sombrero” (“it’s the bee I wear in my bonnet” significa “tener algo entre ceja y ceja”, página 83).

Pero no toda la historia del BPI es tan pintoresca. En 1939, entra en su consejo Herman Schmitz, consejero delegado de IG Farben, el todopoderoso conglomerado químico alemán fruto de la fusión en los años veinte de Bayer, Basf, Hoescht, Agfa y otras empresas, y que era la cuarta mayor empresa del mundo. IG Farben llegó a ter un campo de concentración propio, IG Auschwitz, donde esclavos de guerra fabricaban caucho sintético (página 83).

El BPI le daba al Tercer Reich de Hitler no sólo préstamos, sobre todo relaciones de negocios con otros países, incluso rivales, e información, tanto financiera como política (página 84). Llama la atención que la página 101 del informe anual del BPI correspondiente a 1939 hable de la “arianización de compañías privadas” sin el menor atisbo de condena en una institución que proclama la libre circulación del capital por el mundo (página 86).

El BPI también aparece en el expolio de Chescoslovaquia por la Alemania nazi, que se narra en el capítulo 5 (páginas 91 a 105), y que la institución eufemísticamente describe en sus informes como “cambios territoriales no aceptados universalmente”. Muy curiosa, y nada ejemplar, es la historia de Thomas McKittrick, “el banquero estadounidense de Hitler” (capítulo 6, páginas 105 a 124). Este personaje permitió que los nazis se quedaran con el oro checo depositado en el BPI precisamente para evitar el robo, pero impidió que los rusos hicieran lo mismo con el colocado por Letonia, Lituania y Estonia (página 112).

LeBor cuenta cómo el BPI, presidido entonces por un norteamericano, financia la guerra de Hitler contra Inglaterra (página 116). Y juega un papel fundamental para que los banqueros y grandes empresarios que contribuyeron (incluso con dinero) al ascenso de Hitler al poder salieran prácticamente sin castigo tras la derrota nazi. Que es, por cierto, la parte más jugosa, aunque indignante, de la obra.

“El banco encarnó la clase más cínica de capitalismo. Mientras morían millones de personas, mantuvo los canales financieros abiertos a través de las fronteras”, resume LeBor (página 296).

 

Avisa de la crisis en 2003

Pero no todo es negativo en la historia del BPI, que sigue siendo tan opaco como en su fundación, aunque la etapa más negra salió a la luz al contratar a un historiador, Piet Clement, que publicó en 1998 la obra “Hitler’s Secret Bankers: The Myth of Swiss Neutrality During the Holocaust”.

En 2003 el BPI ya alertaba en sus informes anuales de los riesgos que desembocaron, cuatro años más tarde, en la crisis financiera internacional más grave de la historia contemporánea, sólo comparable a la Gran Depresión de 1929 (página 276).

Es cierto que fue incapaz de predecir o prevenir el escándalo de la manipulación del Libor (página 278) ni de la posterior del Euribor. Y que hace bueno el refrán de que “en casa del herrero, cuchillo de palo”, porque cuando varios accionistas privados quisieron vender sus participaciones en el BPI, el banco, siempre tan exigente con las ratios de capital, la transparencia y la gobernanza, calculó mal el valor de sus acciones y fue condenado a pagar más del 50% por encima de lo que ofrecía (páginas 278-79).

Andrew Hilton, director del Centro para el Estudio de la Innovación Financiera, reflexiona que “para un banquero central es demasiado fácil flotar por encima de la economía política y echar pan a las masas”. “Probablemente, no se debería permitir nunca que los banqueros centrales fueran a ningún sitio en limusina. Deberían tomar el tranvía de Basilea”, añade (página 289).

“Si los bancos fueran más pequeños, si hicieran cosas más sencillas y no fueran una amenaza sistémica, individualmente o agrupados, no habría que regularlos”, insiste Hilton (página 296).

En octubre de 2012, Andrew Haldane, director ejecutivo de Estabilidad Financiera del Banco de Inglaterra, reconoce que cuando el sector financiero alcanza un cierto nivel, obstaculiza el crecimiento, porque compite con otros sectores de la economía por unos recursos escasos (página 311). Y aquí tiene mucho que ver el BPI, y su permanente reinvención para conservar su lugar central en el corazón del sistema financiero global.

 

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