“En mi obra, un cuadro es una suma de destrucciones. Yo pinto un cuadro y a continuación lo destruyo”. Este famoso (y polémico) pensamiento de Pablo Ruiz Picasso, formulado en 1935, cobra todo su sentido en la exposición que se puede ver en  la Sala Recoletos de la Fundación Mapfre (Paseo de Recoletos, 23, Madrid) hasta el 11 de mayo. “Picasso, en el taller” muestra 80 lienzos, 60 dibujos y grabados, 20 fotografías y una decena de paletas del artista.

La exposición permite comprobar cómo el taller se transforma en el centro creativo de Picasso. Comienza y termina con sus autorretratos, el de 1906 y el de 1969. Entre medias, 60 años de arte. Y, sobre todo, un taller que es espacio de experimentación, y que permite reflexionar sobre la creación.

Los talleres en los que trabajó y creo Picasso muestran sus paisajes interiores, que su vez llevan a sus variaciones estilísticas e iconográficas. Los bodegones unen el taller con la luz mediterránea, que contrasta notablemente con sus anteriores naturalezas muertas, dotadas de una gran experimentación plástica.

“Velador delante de un balcón” (1919) expresa el diálogo permanente entre cubismo y clasicismo, y las aportaciones del surrealismo, que se produce en el taller/laboratorio. El amor (en 1927 Picasso conoce a Marie Thérèse Walter) provoca formas curvilíneas y voluptuosas. Que dejan paso al pesimismo por las guerras: los cráneos, las cabezas de toro, la influencia de Zurbarán en sus mujeres desencajadas.

La paz trae el Mediterráneo, con su luz y color, el mar, la playa, la alegría y la felicidad. Y el tiempo introduce la ironía, la amenaza, la obsesión por la relación entre el artista y sus modelos, que es la eterna pregunta sobre la creación.

Ya en la vejez, el paso inexorable del calendario es un motivo más en la obra de Picasso, que vuelve su mirada hacia Velázquez, dando como resultado sus trabajos sobre las Meninas. Es la mirada que descubre los estragos del tiempo. Pero también la que genera obras geniales.