Conocí a Santi Santamaría gracias a mis amigas Carmen Mur y Nuria Vilanova. Incluso, pasamos un fin de semana juntos en el Ampurdán en Vila Mur, las masías de Carmen en esa zona. Todos cocinábamos y aquello fue un placer para los seis sentidos.
Siempre que hablaba con Santi, se me ocurrían trescientos reportajes, el último, con su hija en Singapur -precisamente donde ha encontrado la muerte-. Ella, lleva el restaurante de Asia y además, según contaba Santi, con enorme éxito. Propuse varias veces hacerle una entrevista pero nunca «lo vieron» y así quedó la cosa. Con Santi, un tipo de aspecto serio pero con un sentido del humor muy particular y socarrón, se podía hablar de todo pero especialmente de buen comer. Era un agitador que creía en lo suyo y defendía la materia prima por encima de todas las cosas. Él solito montó aquel pollo con los platos de cuchara por encima del hidrógeno, era un ser dotado con la gracia de los guisos.
Era autodidacta porque estudió peritaje industrial y dibujo técnico pero en 1981, cuando ya llevaba un tiempo trabajando en una fábrica, decidió abrir Can Fabes con su mujer Ángels, en su pueblo natal en Sant Celoni. De ahí que al restaurante que abrió en Madrid, le llamase como a su pueblo. Diez años más tarde de abrir aquel templo de Can Fabes, le dieron la primera estrella Michelín. Desde Sant Celoni y El Racó de Can Fabes impartía magisterio urbi et orbi. Siempre agradecido a su familia, no paraba de reconocer que lo suyo había sido un encuentro en el camino y un catalán ejerciente sin ser talibán. Sólo poniendo al alcance de los paladares lo grande y diversa que puede ser la cocina española.
Él aportaba su cuota catalana, pero dejándose aconsejar por el resto e incluso, por el mundo.
Era gordo, inmensamente gordo. Te sentabas a comer con él y estaba con las antenas puestas pero sin que te dieras cuenta. De pronto, llamaba la atención sobre una servilleta ¿cómo la veía a 100 metros? no lo sé, pero la veía. El punto de la carne, la cocción de las verduras. Era pasión al cuadrado.
Ha muerto de un infarto en Singapur, demasiado pronto -53 años- aún así, le ha dado tiempo a comerse la vida en una inmensa cuchara.
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