La democracia representativa o parlamentaria está bajo mínimos en el Reino de España. Es como si el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, hubiese decidido seguir el consejo de aquel paisano suyo que sólo respondía ante Dios y ante la Historia: “Haga como yo, no se meta en política”. La negativa de una decena de ministros y del propio jefe de Gobierno a dar explicaciones al Congreso sobre una treintena de causas pendientes que de un modo u otro afectan gravemente a la gente parece el estrambote de un soneto nada poético de mandar a decretazo y tentetieso al que se ha aficionado el de Pontevedra. En 32 meses de gobierno han producido más de cuarenta decretos ley. El último, antes del verano, recibió el nombre de “acordeón” porque la música y la letra modifican la friolera de 29 leyes.
A Rajoy vino la señora Merkel a cantarle el pasodoble de Marcial y con eso y el repecho del tramito del Camino de Santiago, se sintió perfectamente entrenado para seguir ejerciendo el toreo de salón y proseguir con las largas cambiadas al Parlamento en cuantas materias considere oportunas, tanto si son “reformas estructurales”, es decir, nuevos recortes sociales, tan necesarios y acertados, dicen, para superar la crisis económica, como si son electorales para conservar el poder local en más de 90 municipios de poblaciones que superan los 100.000 habitantes.
La sesión de la Diputación Permanente del Congreso del martes, 26 de agosto, fue un ejemplo de prepotencia isotérmica. El PP cumplió fielmente la consigna de Moncloa de rechazar todas y cada una de las 43 peticiones de comparecencia de más de una docena de ministros y del propio Rajoy sobre asuntos graves que afligen a la gente y que van desde el mínimo dinerario para sobrevivir hasta la epidemia de Ébola, pasando por el ERE de los estadounidenses contra los trabajadores españoles de la Base de Morón (Sevilla) al tiempo que aumentan la presencia americana con 18 aviones y 800 marines más, el cumplimiento del mandato de la ONU sobre las desapariciones forzadas durante el franquismo, los fármacos para curar la hepatitis C, que mata gente, sin que el Sistema Nacional de Salud haya decidido dispensarlos a pesar de los anuncios de la ministra Mato.
Esa prepotencia isotérmica con la que el Gobierno demuestra que no siente frío ni calor ante asuntos tan decisivos para superar la crisis económica como deben ser la negación de la libertad a las mujeres para decidir su maternidad o la reforma urgente de la ley electoral para que los alcaldes sean los candidatos de las listas más votadas y no se hable más, solo tuvo un punto de inflexión referido al caso Pujol. El ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro, aceptó comparecer el martes, 2 de septiembre, pero no porque la oposición lo pidiese sino porque así lo ha decidido él para explicar su brava lucha contra el fraude fiscal que, hasta el momento, ha obligado a 131.000 españoles unos bienes y unas cuentas en el extranjero por valor de unos 87.000 millones de euros.
En ese combate del valeroso Montoro cayó herido –ya es casualidad– el expresident Jordi Pujol i Soley, fundador de CDC, instigador de la independencia de Cataluña y autor de la famosa frase: “España nos roba”. Pujol y su clan familiar de linces para hacer fortuna y colocarla a buen recaudo del fisco, son, si duda, unos patriotas catalanes no muy diferentes de esos otros patriotas españoles vinculados a la Monarquía del Reino de España y al PP como los Urdangarín, los Bárcenas y otros sinvergüenzas protegidos por el secreto fiscal de Montoro y beneficiados con la amnistía fiscal de Rajoy.
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