“La simetría de los insectos”, de Jorge Ortiz Robla

23/10/2014

Joaquín Pérez Azaústre.

La simetría de los insectos es una exactitud emocional, porosa y detallada, en conflicto de búsqueda. Una arquitectura de interior para una voz corpórea que ha reedificado su equilibrio sobre el timbre de una plenitud, en su medida pulcra, encontrada a través de toda una estructura sensitiva de hondura existencial. La simetría de los insectos, de Jorge Ortiz Robla, no es una colección de poemas, escritos a lo largo de un período más o menos prolongado en la vida de su autor. Nos enfrentamos a un sistema de pensamiento sensible: más allá de su estratificación en niveles de percepción de la realidad, y también de su propia naturaleza poética, en La simetría de los insectos no hay dicotomía entre el mundo sensorial y el conocimiento de uno mismo, porque son vasos comunicantes, afluentes que manan de un mismo cauce de afirmación personal.

Con una estratificación original y cargada de sentido, vamos asistiendo al desvelamiento de una búsqueda nueva, personalísima, con sus propios códigos internos. No le tiembla al poeta la voz al reclamar sus propias palabras, como cuando nos habla de su corazón, que es “una puerta abierta / de par en par, pero toda puerta crea sombras, retales de oscuridad”. Hay un reconocimiento del sujeto en el amor, entendido como eje de su entorno vital, y es entonces cuando aparece el matiz, desde la aplicación común: “Llegar a casa y buscarte en Google Earth, / creyéndote pequeña, / un punto de luz en un vitral de sombra”. De nuevo, la tensión entre oscuridad y luz, entre las interioridades de la búsqueda y las sombras que quedan en los márgenes. Los hallazgos poéticos de este libro de Ortiz Robla no elude la cotidianeidad, con afirmaciones poderosas en su sencillez: “es Agosto / [el mes de los incendios / y la ruina en las capitales]”. El trasfondo social se convierte, también, en compañero de la individualidad, en la que ni siquiera un enfoque interestelar no saca de nuestro extrañamiento: “Las galaxias, / como el amor, / son un conjunto de estelas y agujeros / una explosión de gas / un débil pacto / entre la oscuridad / y el esqueleto”. Pero ahora el esqueleto resplandece, porque hemos llegado hasta la esencia del sujeto poético: la ubicación de uno mismo, en el centro del cosmos, de toda la creación y de esa otra creación que es el amor, en un descubrimiento.

Es entonces cuando llegamos a esa afirmación personal a la que me refería más arriba: “Millones de Jorges que nacen y se descomponen, / Cementerios de tocayos con rúbrica propia, con gramática y apellidos”. Yo es otro, que diría Rimbaud. Pero sobre todo conciencia de ser otros, de haber sido otros muchos, en un desdoblamiento que nos regala nuestra condición humana. Así, una vez admitida, conocemos la humildad de la escritura, pero también su íntima fortaleza: “El papel lo soporta todo, / me dices. / Como la sabiduría que desprende el padre”. También hay sabiduría en este libro, un fluir de vida sostenido en la honradez latente de su búsqueda, de su interpretación de los signos que aparecen, a menudo contrarios, para enseñarnos a nadar contra la corriente.

En ese descubrimiento destacan poemas, como verdaderos cantos afirmativos, pero también de integridad biográfica, como Currículum vitae o Agricultura biológica. Entremedias de ese sistema de pensamiento e indagación individual, aparecen fogonazos de gran intensidad lírica, con vuelo decidido sobre el foco: “[La chica que se tumbaba desnuda / carecía de hábitos, / lo mismo se dedicaba a caminar sobre el tacto, / lo mismo esperaba la tormenta]”. También espera la tormenta el final de este libro, de la que saldremos, con su lectura, más fortalecidos y seguros, hasta encender el fuego con las astillas que fuimos, como en Escrito segundo. Alzamiento y caída, destrucción y recomposición, porque “Cada palabra, / recuerda, / cada palabra / que pronuncies / se queda flotando en el aire” y podrá salvarnos al final. El cielo puede ser azul, como “las manos de las floristas”, como es también azul esta escritura, que alcanza su fulgor, de manera creciente, en poemas como El corazón de la manzana y La simetría de los insectos, que da título al libro. En efecto, es simetría: pero también la pulpa y la constancia en la visión abierta, como si en cada arista se amparara el pálpito del mundo.

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