El gran Manuel Reina

09/01/2015

Joaquín Pérez Azaústre.

La recuperación de la obra poética de Manuel Reina es la historia de una resurrección. El olvido al que ha sido sometida su figura galante y optimista responde a ese prestigio macilento que algunos escritores alcanzan para erguirse después en sus cenizas, levantar quizá un vuelo que primero fue alto, en vida de ellos, y después se plegó en una caída libre, agonizante, muy poco proclive a su lectura a partir de la fecha de su muerte. Fue un escritor que vislumbró el Modernismo en las inmediaciones de la Restauración para tocar quizá sólo de paso, con la delicadeza del pionero en busca de unas perlas inasibles, ese primer azul de Mallarmé que después fundaría Rubén Darío y desabrocharía Juan Ramón. Los dos manifestaron al principio su reconocimiento a Manuel Reina, a ese magisterio visionario, agradecido y público: luego, renegarían de él, lo que resulta poco sorprendente. Sin embargo, cuando comenzaron a publicar tuvieron que referirse a Reina porque el poeta de Puente Genil ya se había adentrado e esos territorios casi extraños, decadentes y festivos, eróticos de ensueño, a los que se dirigían tanto Rubén Darío como el primer y joven Juan Ramón.

Fundador de la revista literaria La Diana y amigo de Salvador Rueda, de José de Echegaray, de Leopoldo Alas Clarín, de José María Pereda y Juan Valera, colaboró en las mejores ediciones a uno y otro lado del Atlántico y fue reconocido como poeta modernísimo y crucial, de plástica belleza, por el poeta nicaragüense Santiago Argüello, el mejicano Salvador Díaz Mirón y también Manuel Machado, que le dedica su poema Castilla y nos habla de Manuel Reina, Gran poeta.
¿Pero qué conceptos poéticos maneja este escritor que parece viajar a otra frontera, quizá hacia una visión distinta y disparada hacia otras horas, alejadas ya del Romanticismo tras la muerte de Bécquer, de Zorrilla, también de Campoamor? Como precursor del culturalismo en la tradición moderna española, Manuel Reina nos muestra su lectura de Baudelaire y de Allan Poe en su libro La vida inquieta, diciéndonos que el arte por el arte es la consumación, la voz primera, de la verdadera libertad creadora. Así lo vemos en su poema Introducción:

“Soy poeta: yo siento en mi cerebro
hervir la inspiración, vibrar la idea;
imágenes brillantes como estrellas.
El fuego abrasador de los volcanes
en mi gigante corazón flamea;
escalo el cielo, bajo a los abismos,
rujo en el mar, cabalgo en la tormenta (…)”.

El poema se introduce con una cita de Núñez de Arce: “Hijo soy de mi siglo,/ y no puedo olvidar que por el triunfo de la conciencia humana,/ desde mis años juveniles lucho”, una intención de concitar el tiempo y el empeño, de ser poeta del siglo que aborda nuevos retos, el de dotar a una nueva edad literaria de su respiración, de su latido, de su experiencia formal renovadora. Muchos años después, en diciembre 1932, en la reseña crítica de Espadas como labios de Vicente Aleixandre, escribiría también Dámaso Alonso en la Revista de Occidente:
“A la literatura nueva (y claro está que me refiero a la viviente, a la activa, a la empeñada en una noble ansia de superación) le ha sido achacada una falta absoluta de sentido humano: sería toda la literatura nueva (y especialmente la poesía) intelectualismo extrahumano, o peor aún, fuegos de artificio y retórica. La inercia se manifiesta en el campo estético tan fatal y repetidamente como en el físico. Lo que hoy se achaca a la poesía nueva suena de modo bastante parecido a lo que se le ha echado en cara siempre que un decisivo cambio del gusto ha deslindado bien un campo tradicional y unas avanzadas (…). Es siempre lo más cómodo tachar de vacío y palabrero todo lo que, por pereza o simplemente por falta de costumbre, no podemos entender”.
Curiosamente, esta misma cita de Dámaso Alonso que tanta relación guarda con los versos de Núñez de Arce que elige Manuel Reina para su poema Introducción –puesto que decir Hijo soy de mi siglo,/ y no puedo olvidar que por el triunfo de la conciencia humana,/ desde mis años juveniles lucho está muy cerca, claro, de hablar de literatura nueva, de renovación y ambición formal, de alumbramiento- abre el estudio preliminar de Dibujo de la muerte. Obra poética, de Guillermo Carnero: quizá porque ese reto modernista que acometiera Reina en sus inicios, en su consagración formal como escritor, era el mismo reto, también, que un siglo más tarde encararían los poetas de la generación de los 70 o Novísimos, tomando la conciencia de que al nuevo tiempo hay que exigirle una forma distinta de nombrarlo, otra mixtura y, lo que es más importante: que el poema comienza y acaba en el poema mismo, que es un objeto cerrado, una caja de música que depende de sí únicamente. Ese decadentismo modernista, ese gusto erótico, tiene también otras relaciones en poemas de Manuel Reina como Baile de máscaras, sin olvidarnos del culturalismo primerizo presente en Rosa:

“Rosa, joven divina y vaporosa,
formada en el aroma de las flores;
dulce como canción de ruiseñores;
cual noche de esponsales, deliciosa.
Era de honor encantadora marca
su pecho; en su pupila penetrante
fulguraba una página del Dante;
en su faz, un soneto de Petrarca (…)”.

También un erotismo sugerente, elegante y carnal, inédito en su época, en el poema La gota de sangre:

“Sentados en la gótica ventana
estábamos tú y yo, mi antigua amante;
yo, absorto en tu belleza soberana.
Al ver tu fresca juventud lozana,
un abeja lasciva y susurrante
clavó su oculto dardo penetrante
en tu seno gentil de nieve y grana.
Viva gota de sangre transparente
sobre tu piel rosada y hechicera
brilló como un rubí resplandeciente.
Mi ansioso labio en la pequeña herida (…)”.

Este poema de Reina podría recordarnos, como también Baile de máscaras, por su carnalidad oriental, tan misteriosa como penetrante, un lienzo de Mariano Fortuny, ese mismo Fortuny que Pere Gimferrer convirtió, mucho después, en una hermosa novela. Tenemos, entonces, que la actualidad de Manuel Reina es su descarnada actualidad, una actitud moderna de enfrentarse al hecho poético, a sus mayores visos de expresión formal.
Acompañado en su generación de Ricardo Gil, y desde luego de Salvador Rueda, a través de las Prosas profanas de Rubén, la consideración de Juan Ramón, esa pipa de kif de Valle-Inclán y después los Machado –especialmente Manuel-, para saltar al fin del 27 a los Novísimos, encontramos la línea que llega desde Manuel Reina hasta nosotros. Reina vuelve a ser, por fin, o debería serlo, el gran Manuel Reina.

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