A ciegas

29/03/2011

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Se registró en una página de contactos muy conocida. Una página de esas en las que puedes conocer a tu media naranja en cuestión de un par de clicks. Él deseaba, como muchas otras personas encontrar pareja estable, conocer a alguien con quien compartir, en fin, el tiempo y la vida. Deseaba vivir una historia de amor, de esas bonitas y que nunca se olvidan. Y la encontró.

La vio a ella en una foto con sus gafas de sol, con el pelo al viento. Y se enamoró. Sintió un pinchazo tras las costillas, un escalofrío. Y supo que tenía que conocer a esa mujer de pelo castaño que sonreía con una boca perfecta de dientes blancos. Tenían los mismos gustos, o eso indicaba su perfecto perfil. Le gustaba la música y el mar. Como a él. Solo hicieron falta un par de correos electrónicos para no poder dejar de hablarse. Se escribían cosas bonitas, de esas que solo dices cuando te estás enamorando, cuando empieza a brotar eso que llamamos amor y  sientes esas cosquillas en el estómago y esa incertidumbre que se convierte en excitación.

Del mail pasaron al teléfono. Reían, su complicidad fue creciendo y el tiempo se les pasaba volando. Hablaban de mil cosas. Ella era muy habladora y él un eterno oyente, que disfrutaba escuchando tanto como ella hablando. Se dijeron los primeros te quieros tras el auricular del teléfono. A mil kilómetros de distancia. Y esa distancia desaparecía por instantes, porque cuando te enamoras no existe la distancia y cualquier obstáculo se puede superar. Así que él cogió un vuelo hasta ella y deshizo los kilómetros.

Sentía nervios, esa incertidumbre de: ¿le gustaré en persona?. Al bajar del avión, con el equipaje de mano salió a fuera. Ella le esperaba en el aeropuerto, y la buscó con la mirada. Y al fondo, la reconoció. Llevaba las mismas gafas de sol, el mismo pelo suelto y la misma sonrisa. Una sonrisa que parecía intacta, idéntica a la de la foto.

Él se colocó frente a ella y dijo su nombre. Ella se estremeció y movió los brazos, las manos, buscando la cara de él. Se quedó muy quieto, muy callado, sintiendo la yema de los dedos de ella acariciarle la cara. Sintió cómo ella leía su cara con sus dedos. Miraba la sonrisa de ella, sus caricias crecieron y bajaron hasta el cuello de su camisa.

No tardó en entenderlo todo. Ella era invidente. Él no contaba con ello, ella no le habló de aquello, porque ¿era necesario hablarlo?. Tal vez sí. Tal vez no. Pero ya era tarde. El amor, ese amor era un amor ciego de verdad. Él le sacaba ventaja. Ella era hermosa y él podía ver esa belleza, mientras que ella solo podía acariciarle a él, y ver su belleza através de sus manos y su voz y el tacto de su piel.

Salieron del aeropuerto hablando de todas las cosas posibles, menos de la ceguera de ella. Ella cogida del brazo de él. Y él guiando su camino. Sintiendo el calor de sus manos. Acompasando sus pasos con los de ella.

Y desde aquel día se inventaron las citas a ciegas. Las inventaron ellos. Citas a ciegas que funcionan. Se casaron. Tuvieron dos hijos preciosos y ya nunca más volvieron a sentirse solos. A veces cuentan su historia y la gente se sorprende. Qué valiente ella, dicen. Y alguien añade: y él.

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Un pensamiento en “A ciegas

  1. Ayer miré y no habia artículo. No pasa nada ¡ya está!. Me ha gustado muchisimo esta historia. Como todas las que escribes pero esta más. Buena semana Susana.

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