Gary Cooper, con su mirada azul, interior y distante sobre la calma férrea de un vigor, da vida al arquitecto Howard Roark en El manantial, la película que King Vidor dirigió en 1949 sobre la novela de Ayn Rand. El principal conflicto de la cinta –y de la novela también- es el dirigismo social con que se trata de anular el talento de Roark. En El manantial, Roark aparece como un arquitecto de indudable brillantez, capaz de retratar el espíritu de su tiempo con unas construcciones integradas en la naturaleza y alejadas de las corrientes neoclasicistas –o tardofascistas- impuestas por el más influyente crítico de arte, que desde las páginas de su periódico –el de mayor difusión- mantiene la teoría de que el arte, la arquitectura en este caso, debe ser asequible, comprensible para todos, porque su única naturaleza es servir a la comunidad. Roark se rebela, y hasta prefiere trabajar en una cantera para no traicionar sus convicciones.
En realidad, el discurso del crítico encierra una doble moral: por considerar al público como una plebe indigna de una obra más elevada, usa el argumento de la comunicación por encima del conocimiento para ofrecer un producto más vendible. No es que anhele la democratización de la cultura –o del acceso a la cultura-, sino igualar por niveles pantanosos, renunciando a la imaginación en pos de la comprensión general: así, si el público asimila lo que ve, se considerará entendido en arte y estará por encima de la obra, y no bajo el vigor de un esfuerzo. Dicho de otro modo: si no se va a entender el Ulises, demos literatura de aeropuerto con un fajín que diga que es gran literatura. Los consumidores, después, podrán presumir en la cena siguiente de la última novela que han leído, con esa cierta aureola triunfante y suficiente que les hará sentirse bien.
En teoría, hay espacio para todo, y así debería ser. Pero ese mismo crítico de la novela de Ayn Rand está tan enraizado en nuestra tradición, en nuestro casticismo más decimonónico, que parece que sólo exista interés en fomentar lo real, especialmente valioso si ese planteamiento eminentemente costumbrista viene precedido del presunto compromiso ideológico, al mejor estilo de la literatura estalinista: cuando el verdadero compromiso del escritor es con el lenguaje siempre, y a través del lenguaje con el ser humano en sí. Dicho de otro modo: cuando vamos al médico no nos interesa su filiación política, sino que acierte en el diagnóstico. Pero en España, durante muchos años, se ha primado lo primero por encima de lo segundo, con lo que nuestro estado de salud ha terminado siendo muy deficitario, y Howard Roark sigue, de manera cíclica, decidiendo mudarse a la cantera. “Ningún creador estuvo tentado por el deseo de complacer a sus hermanos. Ellos odiaron el regalo que él ofrecía, su verdad era su único motivo, su trabajo era su única meta. Su trabajo, no el de los que se beneficiaran de él. Su creatividad, no el beneficio que de ella obtendrían otros. La creación que daba forma a su verdad (…). El creador se mantiene firme en sus convicciones, el parásito sigue las opiniones de los demás. El creador piensa, el parásito copia. El creador produce, el parásito saquea. El interés del creador es la conquista de la naturaleza, el interés del parásito es la conquista del hombre. El creador requiere independencia, ni sirve ni gobierna, trata a los hombres con intercambio libre y elección voluntaria; el parásito busca poder, desea atar a todos los hombres para que actúen juntos y se esclavicen. El parásito afirma que el hombre es sólo una herramienta para ser utilizada, que ha de pensar como sus semejantes y actuar como ellos y vivir la servidumbre de la necesidad colectiva prescindiendo de la suya”, afirma Howard Roark/Gary Cooper en el alegato final de la película. Menos mal que después siempre nos queda nuestra Patricia Neal particular.
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