Aquellos perros rabiosos

11/04/2011

diarioabierto.es.

El sudor resbalaba por tu frente. La cama se convertía en un charco de tu propia existencia. Era como si te estuvieses descongelando allí mismo. En la cama. Los perros rabiosos te mordían. Decías que notabas sus dientes clavarse en las costillas y que incluso sentías ese crujido de huesos al astillarse. Tu almohada estaba mordida. Se distinguían tus dientes. Y es que cuando el dolor apretaba, cuando esos perros hambrientos y rabiosos mordían tú apretabas los dientes también en la almohada, hasta hacerte sangre en las encías.

El dolor se calmaba. Como todos los dolores, que o remiten o terminan contigo. Y luego quedabas rendido en la cama buscando ese aliento que te faltaba, sobre las sábanas empapadas de tu sudor. Decías: sudo porque intento correr en dirección contraría a esos perros, para que no me muerdan más, para que me dejen tranquilo. Correr. Si, ya. Nada te podía quitar de encima los perros rabiosos, y yo lo sabía.

Delirabas y buscabas mi mano.

Ven, ven por favor -me decías-. Estoy aquí, contigo -y te sujetaba la mano muy fuerte-. No me sueltes, coge un palo y si viene les pegas, tú eres valiente. Tranquilo -te decía- si vienen yo les golpeo con un palo. Pero te sacaran los dientes y te dará miedo -decías-. No me dará miedo, cuando les vea venir les golpeo y los dejo por los suelos y tú y yo huimos ¿de acuerdo?. Asentías con la cabeza y te quedabas dormido, porque aquellos perros, que eran el dolor que sentías, te dejaban respirar tranquilo y dormir un poco.

Algunas tardes los perros no acudían a su cita contigo. Entonces su hambre y su rabia descansaban cerca de tus pies. Y yo podía soltar ese palo imaginario que tú me decías que no soltase nunca, por si acaso. Regresabas a la vida, abrías los ojos y hablábamos.

Dime cosas -me decías- dime cosas que harás con tu vida, cosas que yo ya no viviré ni veré.

Y cogía tu mano, como si sosteniéndola pudiese sostener tu pequeña y frágil vida en la palma de mi mano. Tu mano era pequeña y menuda, ahora que la enfermedad te había mordido y se había llevado pedacitos de tu vida. Y yo te miraba con la impotencia propia de alguien que te quería. Si hubiese podido, te lo prometo, te hubiese dado parte de mi vida, si hubiese podido , claro, y aquello sirviese aunque sea para que vivieses unos cuantos años más, aunque eso te sirviese para seguir aferrándote a la idea de no querer morirte, a la idea de no querer dejar de vivir ni de existir, con uñas y dientes.

Aquellos días los periódicos daban noticias terribles. Pero nadie te nombró. Nadie escribió que se moría un posible canta autor de esos que recordar siempre. Nadie supo que te morías, nadie se hizo eco de la noticia: ni la televisión, ni los periódicos, ni se escuchó en las calles tu nombre, ni te homenajearon como te merecías.

Se quedó tu vida y tu arte dentro de aquel piso en el que vivías, en esos cincuenta metros cuadrados repletos de música y de una vida muy viva que agonizaba, donde el aire fresco y el olor a geranios y a tofeur, siempre llegaba.

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Un pensamiento en “Aquellos perros rabiosos

  1. Con el vello erizado he quedado. Absolutamente inquietante este artículo. Con una fuerza y un desgarro que te atrapa. Felicidades una vez mas Susana por escribir de la manera en que lo haces.

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